Héctor… porque ser pandillero en La Habana también es un modo de vida

Redacción

Héctor... porque ser pandillero en La Habana también es un modo de vida

Cuando Héctor llegó a La Habana a finales de 2005, tenía tan solo 15 años de edad. En ese entonces tuvo que enfrentarse a una ciudad en la que el mayor bienestar de sus pobladores es saber que sobreviven en medio de toda la inseguridad que los rodea. Hoy, tiene 30 años en sus costillas, no conoce otro mundo que no sea el proxenetismo, la prostitución y las pandillas.

Héctor vivía en Granma, pero la mala fortuna invadió su humilde morada. Su padre falleció en un accidente mientras intentaba rellenar un cilindro de gas para cocinar. Al poco tiempo, su madre enfermó de cáncer y él tuvo que dejar los estudios para ponerse a trabajar en la finca de un tío, quien además de pagarle muy poco, abusaba sexualmente de él y lo obligaba a prostituirse.

Con tan solo 12 años, su tío lo llevaba en las noches a casa de un tipo que, pagando 100 CUP, lo violaba. Héctor llegó a aceptar que el mundo era ese halo de maldad que lo rodeaba y del que no era capaz de escapar.

Hoy, Héctor tiene VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana). El virus le fue diagnosticado hace algunos años cuando tuvo que ser ingresado de urgencias tras recibir un balazo durante un enfrentamiento entre pandilleros del barrio de Mantilla, Arroyo Naranjo.

“En aquel tiempo yo no estaba metido en bandas, pero mi primo sí. Él tenía como 10 travestis que trabajaban para él, pero uno se empató con un pinguero de Mantilla que estaba en Sangre por Dolor (pandilla), porque ahí todos son maricones”, cuenta Héctor, quien pertenecí a La Banda del Diamante, que operaba fundamentalmente en las áreas aledañas al Parque de la Fraternidad y la calle Monte hasta la Terminal de Trenes.

“Un día mi primo me invita a una fiesta y yo voy con él. Yo no sabía nada que no podíamos entrar en Mantilla y por eso lo acompañé. Nada más que entramos a la casa se armó la bronca. A mi primo le dieron un tiro y a mí me cogió uno en la pierna y el otro por la espalda”, recuerda.

Aunque por lo general no duran mucho, cada año se forman en La Habana entre 5 y 10 nuevas pandillas, las cuales está integradas en su mayoría por adolescentes que viven en las zonas más pobres y con mayor nivel de delincuencia de la capital.

Algunas tienen hasta ritos de iniciación, se marcan con tatuajes específicos y funcionan como una especie de hermandad en la que sus miembros obtienen protección.

Quien se pasea de noche por el área de Parque de la Fraternidad o la Rampa, puede identificar fácilmente la presencia de pandillas que controlan el mercado de los travestis y la prostitución masculina. Si el practicante no se integra a estos sindicatos, se le complejiza mucho el trabajo y no consigue algunos pluses como protección, albergue y buenas conexiones de clientes.

“Lo que hay con La Banda del Diamante es un cuento. Es verdad que a veces le decíamos a alguien que entraba nuevo que pinchara (hiriera con arma blanca) a cualquiera, a quien le diera la gana, pero eso lo hacíamos por jodedera, uno se ponía a tomar, se fumaba un pitillo y entonces veía pasar a un infeliz y hacíamos la noche con él. No es como la gente dice, como si fuéramos unos delincuentes”, asegura Héctor.

Cuando Héctor estuvo en prisión se desvinculó de su antigua pandilla para pasar a formar parte de otra que se dedicaba principalmente a la prostitución masculina, el proxenetismo y que usaba la esvástica como una marca identificativa. Un detalle curioso, es que varios de los miembros de esta banda, llamada “Los Ángeles”, eran de la raza negra, como el propio Héctor.

“Es verdad que soy negro, pero nunca ando con negros. No sé qué es, pero nunca me ha gustado. El tatuaje es lo de menos, yo sé todo lo que hicieron los nazis, pero me gustó y me lo hice. Que me lo haya hecho no quiere decir que yo piense o actúe como los nazis. Yo no soy homosexual, pero me gustan los travestis y eso es bien distinto. El travesti es una mujer…”, concluye.