En pleno siglo XXI, bajo un sol que parte las piedras, los vecinos de San Juan y Martínez, en Pinar del Río, están lavando la ropa en el río como si estuviéramos en la Cuba del siglo XIX. No es exageración ni invento: es la cruda realidad que están viviendo familias enteras, obligadas a buscar en la corriente natural lo que el Estado no les garantiza.
La situación ha levantado olas de indignación en redes sociales, donde muchos no dan crédito a lo que ven. Más de dos semanas sin que entre una gota de agua a las casas, mientras los funcionarios públicos siguen con su guión de siempre: prometer, justificar y desaparecer.
“Esto no es Haití ni África, esto es San Juan y Martínez”, soltó sin pelos en la lengua el activista Michael Cala Valladares, quien compartió las imágenes en Facebook. Ahí se ve a madres, niños y abuelos, con cubos en la mano y jabones en la otra, haciendo malabares para mantener un mínimo de higiene. Todo bajo temperaturas que superan los 30 grados, con mosquitos, basura y riesgo sanitario incluido.
Callan los de arriba, grita el pueblo
Cala, que no se anda con rodeos, lanzó dardos directos al gobierno local: “Si un gobierno no puede dar agua ni recoger la basura, lo único que le queda es irse”. Y lo cierto es que la falta de agua no es lo único que desespera a los vecinos. Detrás de un edificio de nueve plantas, donde antes había un parqueo decente, ahora reina un vertedero improvisado lleno de moscas, peste y abandono.
En el barrio La Astrea, la cosa está que arde. Una vecina, con más resignación que rabia, soltó: “La única opción es pagar una pipa o ir al río, pero con el salario estatal, ¿quién aguanta eso?”. Y no le falta razón. Porque en una isla donde el bolsillo vive apretado, pagar por un servicio básico es un lujo que no todos pueden darse.
El cuento de nunca acabar
Como era de esperar, los medios oficiales no tardaron en sacar su artículo. A inicios del mes, el diario Granma reconocía que la cosa estaba “compleja” en Pinar del Río y hablaban de una inversión millonaria para resolver el problema: 112 millones de pesos, nada menos. Según dijeron, ya instalaron equipos nuevos, están quitando conexiones ilegales y haciendo de tripas corazón.
Pero la realidad, como siempre, va por otro carril.
En San Juan y Martínez, los ciclos de distribución, que antes eran de 40 días y ahora de 20, siguen siendo un disparate para quien necesita bañarse, cocinar y limpiar todos los días. Lo admitió el propio vicepresidente del Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos, Vladimir Matos Moya: “Bajar la frecuencia no es suficiente”. Palabras sabias, pero sin soluciones concretas.
Y como si no bastara, Engrasio Machín Iglesias, el director de inspección en el INRH provincial, reconoció que los desvíos de agua y los pinchazos ilegales siguen a la orden del día, porque las multas son tan bajitas que a nadie le importa.
El discurso oficial, cada vez más desconectado
Mientras los jefes hablan de inversiones y proyectos, la gente en la calle lo que ve es sed, ropa sucia y cubos vacíos. En Consolación del Sur, que es el segundo municipio más poblado de la provincia, los motores de bombeo se queman más que un fósforo en fiesta patronal y el agua brilla por su ausencia.
Cala, con la chispa del cubano que ya lo ha visto todo, remató: “No veo a ninguna familia de dirigentes lavando en el río”. Y ahí dio justo en el clavo. Porque en esta película, los de arriba viven en otro universo.
La crisis del agua en San Juan y Martínez no es un problema aislado. Es un reflejo del fracaso total en la gestión de servicios básicos en Cuba. Y mientras las autoridades siguen mirando para otro lado, el pueblo se las arregla como puede, fregando en el río, sudando la gota gorda y esperando un milagro que no llega.