La retirada de las estatuas de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara del Jardín Tabacalera, en la Ciudad de México, ha encendido las alarmas entre los nostálgicos del castrismo que aún se aferran al mito revolucionario. Mientras el régimen cubano se desmorona en su propia casa, sus defensores en el extranjero montan shows para intentar mantener viva una narrativa que ya nadie se cree.
La decisión de la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, de desmontar estas figuras fue recibida como un acto de dignidad ciudadana y respeto a la ley. Y eso, por supuesto, no le cayó bien a los amiguetes del régimen, que rápido salieron a rasgarse las vestiduras como si hubieran tumbado la Revolución entera.
Desde México, la llamada Asociación de Cubanos Residentes “José Martí”, una de esas agrupaciones que sigue repitiendo el guion oficial de La Habana, convocó una manifestación para exigir que devuelvan las estatuas. «Fidel y el Che no se irán jamás del Jardín San Carlos», dijeron, con el mismo dramatismo de una telenovela barata. Como si esas estatuas fueran más importantes que la vida de las víctimas que esos dos personajes dejaron atrás.
Pero la realidad es otra. Las esculturas fueron retiradas legalmente, por falta de permisos y tras años de quejas vecinales. No estaban ahí por voluntad del pueblo, sino por arreglos oscuros del pasado. Su permanencia era un insulto para quienes saben que el legado de Fidel y el Che no es otra cosa que represión, fusilamientos y miedo.
El embajador cubano en México, Marcos Rodríguez Costa, intentó apagar el fuego con frases rebuscadas y ambiguas. Que si la Revolución vive en la conciencia, que si el bronce no importa. Palabrería vacía para no enfrentar el hecho concreto de que la gente no quiere más estatuas de dictadores en sus parques.
El Partido Comunista de México, como buen eco del régimen, también salió en defensa de las figuras de la tiranía. Hablaron de “agravio a la amistad” entre México y Cuba, pero no dijeron ni media palabra sobre los crímenes que esos ídolos revolucionarios cometieron. Callaron, como siempre hacen cuando se trata de enfrentar verdades incómodas.
La alcaldesa, en cambio, fue directa y certera: «Ni el Che ni Fidel pidieron permiso para instalarse en Cuba… y tampoco en la Tabacalera. Pero aquí sí se cumple la ley. Cuauhtémoc libre». Una frase que ya muchos celebran como símbolo de resistencia ante el lavado de imagen que por años ha intentado imponer el castrismo fuera de la Isla.
Por su parte, la presidenta Claudia Sheinbaum se mostró tibia, hablando de «reubicación» y de momentos históricos. Pero parece olvidar que esos “momentos” están manchados de sangre, censura y dolor. Que esas estatuas no representan historia, sino el peso de una dictadura que aplastó generaciones enteras.
En el fondo, lo que ocurrió en la Ciudad de México es algo más profundo que un simple cambio en el paisaje urbano. Es una señal de que el mito se está cayendo, de que el castrismo no puede seguir maquillando su imagen en el extranjero, y de que los pueblos —aun fuera de Cuba— están diciendo ¡basta ya de homenajes a los verdugos!
Porque si algo está claro es que ni el bronce ni la piedra podrán ocultar lo que Fidel y el Che hicieron en nombre de una falsa Revolución que nunca fue para el pueblo, sino contra él.