La trágica muerte del pequeño Roberto Carlos Suárez Machado, en Matanzas, ha estremecido a toda Cuba. Un niño de apenas siete años, que debería estar corriendo por un parque o soñando con su futuro, terminó siendo víctima de una violencia salvaje que lo arrancó de este mundo demasiado pronto. ¿El responsable? Su padrastro, Yosvany Silbeira, conocido como Yosvanito, quien no solo confesó ser el autor de la última golpiza mortal, sino que, según el propio Ministerio del Interior, llevaba tiempo maltratándolo junto a la madre del niño, Amarilys Machado.
El régimen, esta vez, no pudo tapar el sol con un dedo. El horror fue demasiado grande. Aún así, los medios oficialistas intentaron maquillar el crimen, soltando la frase gastada de que estos sucesos “no representan la cotidianidad cubana”. Pero quienes viven en Cuba, en carne propia o en el barrio de al lado, saben que la violencia, la miseria y el abandono no son excepción, sino rutina.
El pequeño Roberto Carlos fue ingresado el pasado 16 de julio en el Hospital Pediátrico Eliseo Noel Caamaño. Llegó con múltiples hematomas, signos de traumatismo severo y un cuadro de shock séptico. Los médicos hicieron lo que pudieron, incluso lo operaron más de una vez. Pero ya era tarde. El sábado 19, a las seis de la mañana, su cuerpecito no aguantó más.
Este crimen pone al desnudo una realidad que el castrismo prefiere callar: en una isla marcada por la escasez, el colapso familiar y la descomposición moral, cada vez son más los hogares donde reina el maltrato, el abandono y el dolor. No se trata de un hecho aislado, sino del resultado de décadas de empobrecimiento, falta de oportunidades y desprotección social.
¿Dónde estaba la atención psicológica? ¿Dónde estaba el seguimiento de los trabajadores sociales? ¿Dónde estaba el Estado “revolucionario” cuando este niño sufría cada día en su propia casa? Estaba, como siempre, más preocupado por callar voces disidentes que por proteger a los más indefensos.
Roberto Carlos no murió por accidente. Murió por el silencio, la complicidad y la indolencia de un sistema podrido.
Y ahora, cuando ya es demasiado tarde, los voceros del régimen intentan limpiar su imagen como si con eso pudieran borrar la sangre. Pero el pueblo no olvida. Porque la violencia que mató a Roberto Carlos no solo nació del puño de su agresor, sino también de un país donde ya no hay esperanza, ni ley, ni justicia para los más pequeños.
Hoy Cuba entera debería estar de luto. Pero también debería estar despierta, indignada, reclamando un país donde la infancia no sea una condena.