El barrio de Luyanó amaneció con un silencio que duele. Los vecinos aún no pueden creerlo: Yorli, un joven alegre, sociable y lleno de planes, perdió la vida por culpa del maldito “químico”, esa droga que se ha convertido en una trampa mortal para tantos muchachos en La Habana. Su muerte no solo dejó un hueco entre amigos y familia, sino también una pregunta que retumba por todo el barrio: ¿hasta cuándo?
Las redes sociales fueron las primeras en estallar con la noticia. Publicaciones de amigos y conocidos mezclaban el dolor con la impotencia. “No minimicen, no callen. Hablen, acompañen, exijan tratamiento”, pedían. Era más que un mensaje: era un grito desesperado de una comunidad que ve cómo sus jóvenes se van apagando, uno tras otro, sin que nadie parezca tener una respuesta real.
Mientras tanto, los portales locales y páginas de Facebook se hicieron eco del caso, describiendo un clima de conmoción total en Luyanó. Nadie quiere aceptar que un chico tan querido haya terminado así, víctima de algo que muchos todavía creen “no tan grave”.
Pero la tragedia de Yorli no es un hecho aislado. Todo apunta a un problema mucho más grande y peligroso: la expansión del “químico” en Cuba. Lo venden como si fuera “marihuana mejorada”, pero en realidad es una mezcla siniestra de cannabinoides sintéticos, solventes y otros tóxicos que ni los propios vendedores saben de dónde salen. Es barata, fácil de conseguir y extremadamente peligrosa.
Los efectos son aterradores: desorientación total, agresividad, convulsiones y, en los peores casos, paro cardiorrespiratorio. En los parques de La Habana ya es común ver a jóvenes “como zombis”, perdidos, arrastrando los pies o cayendo redondos en plena calle. Incluso los medios oficiales —que suelen esquivar estos temas— han tenido que admitir que hay casos de químico mezclado con formol o fentanilo, una bomba mortal.
Y como si fuera poco, ahora hasta el Tramadol, un medicamento legítimo para el dolor, se usa para fabricar estas mezclas. Eso ha hecho que las autoridades aduaneras persigan su entrada a la isla, afectando incluso a pacientes que sí lo necesitan. Otra vez, los enfermos pagan las consecuencias de una crisis que el sistema no sabe cómo manejar.
En los comentarios tras la muerte de Yorli, las opiniones se dividen entre la rabia y la resignación. Hay quienes culpan a los vendedores de esquina, otros apuntan a la inacción institucional, y muchos insisten en que el silencio solo agrava el problema: “Denuncien, busquen ayuda hoy, no esperen a tocar fondo”. Pero la realidad es dura. Mientras el gobierno muestra cifras de incautaciones y arrestos, el químico sigue corriendo libre por los barrios y escuelas.
Videos y testimonios lo confirman: adolescentes desplomándose en plena vía pública, intoxicados, sin que nadie sepa bien qué hacer. Detrás de cada historia hay familias con miedo o vergüenza de pedir ayuda, porque en Cuba todavía se confunde la adicción con delincuencia.
Lo que mató a Yorli no fue una noche de fiesta. Fue una cadena que empieza con la desinformación (“es como hierba, no pasa nada”), sigue con la falta de tratamiento real y termina en una economía clandestina que se lucra del dolor ajeno.
Los expertos son claros: la solución pasa por educación, prevención y apoyo, no por el miedo. Hace falta hablar, informar y ofrecer espacios donde pedir ayuda no signifique ser señalado. Porque el “químico” no es una moda pasajera. Es una emergencia de salud pública que ya está dejando demasiadas cruces en los barrios de Cuba.










