En plena tragedia nacional tras el paso del huracán Melissa, mientras miles de familias cubanas en el Oriente tratan de rescatar lo poco que el agua no les arrebató, el régimen decidió lanzar un nuevo capítulo de su teatro político. Este Halloween, casi con tono de burla macabra, la Fiscalía General de la República de Cuba anunció que ha concluido la fase preparatoria de la investigación penal contra el exministro de Economía y Planificación Alejandro Gil Fernández, junto a otros implicados cuyos nombres, curiosamente, no se han revelado.
El caso pasa ahora a la Sala de los Delitos contra la Seguridad del Estado del Tribunal Supremo Popular, una instancia que históricamente ha sido utilizada por la dictadura para procesar —y en ocasiones eliminar políticamente— a figuras que dejan de ser útiles o comienzan a representar un riesgo interno.
Según el comunicado, Gil Fernández enfrentará una larga lista de delitos, diez en total, algunos tan graves que podrían conllevar incluso la pena de muerte, de acuerdo con lo que establece el propio Código Penal cubano para los casos de espionaje y traición a la patria.
Acusado de espionaje: un delito con castigo extremo
El cargo más explosivo que la Fiscalía imputa a Gil es espionaje, un delito que en Cuba se considera de máxima gravedad y se cataloga como “contra la seguridad exterior del Estado”.
Bajo las leyes del régimen, este tipo de delito puede castigarse con cadena perpetua o fusilamiento, dependiendo de la interpretación política y la “peligrosidad” que el tribunal le asigne al acusado.
No es necesario, según la tipificación cubana, que el imputado haya entregado información a un enemigo del país; basta con que haya colaborado, de cualquier forma, con un servicio de inteligencia extranjero, incluso de una nación considerada “amiga”. En otras palabras, basta con una llamada, una reunión, o un documento compartido sin autorización para que la maquinaria del Estado acuse a alguien de traición.
Delitos económicos y administrativos: el retrato del chivo expiatorio
Además del supuesto espionaje, Gil enfrenta cinco delitos contra la administración y la jurisdicción del Estado, todos tipificados con gran severidad en el Código Penal:
- Actos en perjuicio de la actividad económica o de la contratación, que incluye manipular o falsear datos en informes económicos del Estado, alterar presupuestos o incumplir los procedimientos de control financiero.
- Cohecho, o sea, aceptar o solicitar sobornos, dádivas o favores a cambio de acciones u omisiones en su cargo público.
- Tráfico de influencias, delito que implica utilizar su posición o contactos para obtener beneficios personales o para terceros dentro de la administración pública.
- Violación de normas sobre documentos clasificados, que abarca desde ocultar o alterar documentos hasta destruirlos con intención maliciosa.
- Sustracción y daño de documentos u objetos en custodia oficial, una acusación grave que apunta directamente a manipulación o destrucción de pruebas dentro del aparato estatal.
Malversación y falsificación: delitos contra el patrimonio y la fe pública
A lo anterior se suman dos delitos más, malversación y falsificación de documentos públicos, ambos castigados con severidad en la legislación cubana.
La malversación, según la Fiscalía, habría ocurrido cuando Gil, en su condición de ministro, permitió o ejecutó el uso indebido de fondos estatales, autorizando pagos que no se correspondían con servicios realizados, o permitiendo la apropiación de bienes públicos por parte de terceros.
En cuanto a la falsificación de documentos públicos, se le acusa de alterar registros oficiales, consignar datos falsos en informes o destruir documentos del Estado. Este delito, aunque parece técnico, en el contexto cubano es interpretado como un atentado directo contra la “fe pública”, lo que agrava la acusación.
Evasión fiscal y lavado de activos: los delitos financieros más graves
La Fiscalía va aún más lejos, imputándole dos delitos contra la hacienda pública.
El primero es evasión fiscal, que se relaciona con la supuesta ocultación, omisión o manipulación de datos tributarios y presupuestarios. Según las acusaciones, Gil habría dejado de registrar o declarar movimientos financieros relevantes, ocasionando “perjuicios considerables a la economía nacional”.
El segundo, lavado de activos, es un delito que el régimen vincula con el crimen organizado y el tráfico internacional. En la imputación se menciona la posibilidad de que Gil haya transferido o encubierto fondos de origen ilícito, con el propósito de ocultar su procedencia, una acusación que el régimen podría utilizar para justificar cualquier castigo ejemplarizante, incluyendo la pena capital.
Un caso con trasfondo político y una estrategia de distracción
El detalle que más llama la atención es que, hasta ahora, ninguno de los otros implicados ha sido identificado. Todo apunta a que el régimen prepara un juicio mediático centrado exclusivamente en Alejandro Gil, un rostro conocido, con presencia pública y vinculado directamente a la profunda crisis económica que vive el país.
Fuentes cercanas a la estructura del poder en La Habana aseguran que la causa de Gil está siendo manejada con hermetismo total. No se han publicado pruebas, ni documentos, ni nombres, ni testimonios. Solo un conjunto de imputaciones graves que permiten al régimen presentar una narrativa conveniente: un funcionario corrupto, supuestamente aliado de intereses extranjeros, responsable del colapso financiero.
De este modo, el gobierno busca lavar su propia imagen ante el desastre económico y social que vive la nación. Mientras el pueblo enfrenta apagones, desabastecimiento, inflación y ahora una catástrofe natural, la cúpula del poder ofrece un culpable para calmar el descontento.
La gran pregunta: ¿y los jefes no sabían nada?
Pero en un país donde todo está controlado —desde los correos electrónicos hasta los movimientos bancarios—, resulta imposible creer que un ministro de Economía haya cometido espionaje, lavado de activos y falsificación de documentos sin que Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel o los ministros del Interior y las Fuerzas Armadas lo supieran.
El aparato de vigilancia cubano es omnipresente: la contrainteligencia, la inteligencia militar, el MININT y los Comités de Defensa de la Revolución reportan constantemente cualquier irregularidad. Incluso los barrios están dirigidos por Gerardo Hernández, un espía confeso y condenado en Estados Unidos, hoy al frente de la red de delatores más grande del país.
Entonces, ¿cómo es posible que un ministro con rango de miembro del Consejo de Ministros moviera fondos, manipulara informes y ocultara documentos durante años sin ser detectado?
La respuesta más lógica apunta a que Gil no cayó en desgracia por lo que hizo, sino por a quién dejó de servir.
Un juicio con olor a purga política
Todo indica que este proceso será utilizado para enviar un mensaje dentro del propio régimen. Un aviso para otros burócratas o tecnócratas que se atrevan a cuestionar, discreta o abiertamente, las órdenes del poder central.
En Cuba, las “causas ejemplarizantes” siempre aparecen cuando el sistema atraviesa crisis profundas. Sucedió en 1989 con el caso Ochoa, donde la dictadura eliminó a altos mandos militares bajo acusaciones de narcotráfico y traición, y podría repetirse ahora con Gil Fernández, convertido en el símbolo del fracaso económico del castrismo.
La diferencia es que esta vez el contexto es mucho más frágil: una economía en ruinas, un pueblo desesperado, una élite envejecida y sin liderazgo, y una creciente desconfianza interna.
Por eso, muchos analistas no descartan que la Fiscalía pida la pena de muerte, aunque finalmente no se ejecute, para proyectar autoridad y miedo. Sería el “golpe teatral” perfecto para una dictadura que busca reafirmar control en medio del caos.
Mientras tanto, en el país real, los cubanos siguen sin electricidad, sin alimentos y sin esperanza, viendo cómo el régimen fabrica juicios espectaculares mientras el agua del huracán Melissa se lleva los restos de un sistema que hace tiempo se hundió solo.










