La Habana despertó este jueves con su habitual desfile por el Día Internacional de los Trabajadores, y sí, la Plaza de la Revolución volvió a llenarse, pero no necesariamente de entusiasmo. Desde bien temprano, miles de personas fueron movilizadas —algunas por voluntad propia, muchas otras por compromiso— para participar en el acto central, bajo un sol que no perdona y una realidad que pesa.
Como ya es costumbre, el gobierno raspó el fondo del tanque de combustible para mover a la gente en guaguas hacia el evento, algo que parece imposible cualquier otro día en esta isla sin gasolina. Según datos oficiales, en La Habana participaron más de 600 mil personas, y en todo el país, más de 5 millones, aunque muchos en redes sociales pusieron en duda esas cifras.
Todo esto ocurre mientras Cuba sigue atrapada en una de sus peores crisis económicas. Apagones que duran horas y horas, refrigeradores vacíos, salarios que no alcanzan ni para un pomo de aceite, y un transporte público que apenas camina. Y aun así, el show del Primero de Mayo no se detiene.
Díaz-Canel y su esposa, Lis Cuesta, llegaron con su vestimenta patriótica: camisetas tricolores y las infaltables bufandas palestinas, que ya parecen parte del uniforme. “Ya estamos en la Plaza. Amanece y se confirman las expectativas: Cuba siempre puede superarse a sí misma”, escribió el mandatario en sus redes, aferrado al guion de la resistencia.
También sacó una frase de Raúl Castro del baúl de los eslóganes: “Qué clase de pueblo tenemos”, como para reforzar la idea de un pueblo unido, orgulloso y feliz de marchar. Pero la verdad es que, en las casas, en las colas y en las redes sociales, la historia que se cuenta es otra.
Los cubanos de a pie viven una rutina dura, sin tregua. El panorama es tan sombrío que la mayoría no ve en la marcha una celebración, sino otro día más donde el pan falta y la corriente se va. Y mientras en la televisión se repiten imágenes de banderas y coreografías ensayadas, la gente comenta en voz baja —o en Facebook, cuando hay datos— lo que en realidad les preocupa.
“Lo único que se respira en Cuba es apagón”, soltó un usuario en los comentarios del presidente, reflejando ese sentir generalizado de desconexión entre la vida oficial y la vida real.
Detrás de la gran asistencia también hay mucha presión institucional. Negarse a participar en la marcha puede costar caro: desde una mala evaluación en el trabajo hasta un problema en la universidad. Las listas pasan, y el ausente queda marcado. Esa ha sido la táctica del control social desde hace décadas.
Lo más doloroso es que el discurso sigue siendo el mismo de siempre: “defender el socialismo a toda costa”, aunque la mayoría de los cubanos sienta que ese sistema ya no les defiende a ellos. En vez de soluciones, lo que hay son más consignas. En vez de comida, discursos. Y la brecha entre lo que se dice y lo que se vive ya es un abismo.
Mientras los dirigentes aplauden desde la tribuna, el verdadero pueblo pelea su día a día en las colas del pan, en las sombras de los apagones o en los mercados vacíos. La verdadera marcha en Cuba es la que se hace por sobrevivir.
Sí, la Plaza se llenó. Pero no con esperanza, sino con la misma resignación que muchos sienten al saber que mañana será igual… o peor.