Mientras el país entero tambaleaba entre apagones, escasez y el olor a consigna reciclada, una postal cuidadosamente armada desde Guantánamo intentó vendernos la cara más amable del Primero de Mayo en Cuba: la entrega de una canastilla a la primera bebé nacida ese día.
El gesto, reportado con entusiasmo por el periódico oficial Venceremos, fue presentado como una gran muestra de «humanismo revolucionario». Pero la historia, como casi todo en la isla, tiene más de fachada que de fondo.
“La madre de Erika Fernanda Reyes Barrientos recibió una canastilla que, en nombre del pueblo guantanamero, entregan los CDR y la CTC”, anunciaron con tono triunfal en redes sociales. El acto, como no podía faltar, fue encabezado por Gerardo Hernández Nordelo, el famoso espía que ahora lidera los CDR como si fuera el vecino ejemplar, y a quien el régimen le colgó el título de “Héroe de la República” como si fuera una medalla de oro en los Panamericanos.
Junto a él, un puñado de dirigentes locales y figuras del Partido, todos apretaditos en la misma sala del hospital, aplaudieron a la joven madre y desearon salud para la niña… todo muy bien encuadrado para la cámara.
Pero mientras esa escena suave y emotiva llenaba las pantallas, la otra Cuba seguía latiendo a pulmón partido.
¿De qué sirve una canastilla de propaganda si el resto de las madres no tiene ni con qué hervirle el agua al niño? Mientras esa bebé recibía pañales nuevos y frases bonitas, millones de cubanos seguían haciendo cola para conseguir algo de leche en polvo, o improvisando biberones porque el plástico de los de verdad está desaparecido.
Y es que este Primero de Mayo fue una especie de teatro a cielo abierto. Más de 600 mil personas —solo en La Habana— fueron movilizadas hacia la Plaza de la Revolución, según los números que publica el propio gobierno. En total, aseguran que más de 5 millones salieron a marchar en todo el país. Pero lo que no dicen es que el combustible que no aparece ni para una ambulancia, sí alcanzó para llenar ómnibus y mover multitudes a ritmo de altavoz.
A la cabeza del desfile, Díaz-Canel y su esposa Lis Cuesta posaban sonrientes, luciendo camisetas con frases patrióticas y pañuelos palestinos al cuello, como si el drama de Gaza fuera excusa para tapar el desastre de Güines o Marianao. Un desfile lleno de banderas, carteles y «unidad», mientras la gente en la calle apenas sobrevive con creatividad, fe y ayuda del vecino.
Esa canastilla, con todo y moñito, es apenas eso: una escena decorada para las redes y el noticiero. Un espejismo que intenta ocultar el desespero de tantas madres que no encuentran vitaminas, no tienen gas para cocinar, ni pañitos para limpiar a sus bebés.
Porque en esta Cuba de hoy, cada nacimiento no es una celebración, sino el inicio de una batalla. Porque aquí ser niño, madre o anciano no es vivir: es resistir. Mientras tanto, el poder reparte discursos y momentos simbólicos, como si eso llenara el estómago o calmara la fiebre.
El contraste entre el show oficialista y la vida real no puede ser más grotesco. Entre la luz fría de un hospital con cámaras y las sombras de una casa sin corriente, la diferencia no está en los pañales, sino en la dignidad.
Y aunque traten de endulzarlo con cintas rojas y palabras rimbombantes, la verdad siempre encuentra su camino… y el pueblo, aunque cansado, no es bobo.
