La muerte del actor cubano Samuel Claxton ha dejado un sabor amargo en el alma del pueblo. No solo por la pérdida de un artista que marcó época en el teatro, la televisión y el cine cubano, sino por la forma en que vivió sus últimos días: en el olvido, la necesidad y la soledad institucional.
Desde su cuenta oficial, el gobernante Miguel Díaz-Canel lamentó la partida del actor con palabras cargadas de solemnidad. “El teatro, el cine, la televisión y toda la cultura cubana pierden a uno de sus grandes protagonistas”, escribió, enviando condolencias a familiares y amigos. Pero lo que vino después fue una avalancha.
Las redes sociales estallaron en críticas duras y sin filtro. Para muchos, ese mensaje no fue más que un acto de hipocresía, una fachada que pretendía tapar años de abandono. “Después que les sirvió, lo dejaron tirado como un trapo viejo”, soltó un usuario. Y no fue el único.
“Hace solo unos días se estaba pidiendo en redes sondas, pañales, cosas básicas para atenderlo. ¿Dónde estaban ustedes cuando más lo necesitaba?”, reclamó otro con evidente indignación. Varios mensajes coincidieron en una idea que retumbó con fuerza: Claxton murió como no debió morir, olvidado por el mismo país que lo aplaudió.
El actor, que en vida interpretó personajes inolvidables como Mantilla en “Su propia guerra”, peleó contra un carcinoma de vejiga que lo dejó en condiciones críticas. No podía ni subir escaleras. Se vio obligado a dejar su apartamento en Alamar y pasó sus últimos meses bajo el cuidado de su esposa, mientras amigos dentro y fuera de Cuba hacían lo imposible por ayudar.
Una silla de ruedas, bolsas colectoras, hasta alimentos y medicinas… todo tuvo que llegar por la vía de la solidaridad ciudadana, no por el respaldo de ninguna institución estatal. Fue la directora de casting Libia Batista Mora quien tomó la batuta y movió cielo y tierra para que el actor pudiera al menos tener algo de dignidad en sus días finales.
Y ahí está el centro del dolor colectivo: ¿cómo puede un artista con más de 60 obras a sus espaldas terminar así? ¿Cómo es posible que ni el Ministerio de Cultura ni la UNEAC respondieran a tiempo? Las respuestas no aparecen, pero las preguntas se repiten con fuerza.
Uno de los comentarios en redes lo resumió de forma cruda: “Murió en la miseria, ayudado por los suyos, mientras ustedes lo homenajean ahora con un parrafito triste. Qué descaro”.
Lo que deja la muerte de Samuel Claxton no es solo una ausencia artística enorme, sino una herida abierta en la conciencia de un país que no parece saber cómo cuidar a los suyos cuando ya no están bajo los reflectores.
