En plena tarde del sábado, la tragedia volvió a tocar la puerta en La Habana Vieja, específicamente en el consejo popular de San Isidro. Un derrumbe en el edificio ubicado en Compostela 819 dejó dos personas heridas y a varias familias más con el alma en vilo. El suceso no fue un relámpago en cielo claro: era una desgracia anunciada.
La vecina Rocío Callol, testigo directa del desastre, contó en Facebook que el desplome ocurrió sobre las 5:30 p.m., afectando también la vivienda contigua, Compostela 817, donde quedaron los lesionados. Las imágenes que compartió no necesitan mucho texto: columnas caídas, cabillas al aire y un edificio que grita auxilio con solo mirarlo.
“Nos piden que nos relajemos, pero sus casas no se están cayendo”, soltó Callol indignada, luego de que un Mayor de la Policía Nacional Revolucionaria llegara al sitio con más prepotencia que soluciones. Según relata, el oficial les soltó que ellos estaban ahí para ayudar, pero lo hizo con tono amenazante, dejando claro que no era precisamente empatía lo que traían en el uniforme.
La rabia de los vecinos no es solo por lo que pasó este sábado, sino por lo que lleva pasando desde hace años. El edificio, según Callol, está declarado en estado técnico constructivo “pésimo” desde 2007, con una orden de demolición que duerme el sueño eterno en algún buró. Dieciocho años después, los pedazos del techo siguen cayendo, pero nadie cae en cuenta.
Ocho núcleos familiares siguen viviendo allí, con la incertidumbre colgando del techo como una lámpara rota. Y cada vez que hay un derrumbe –porque ya no es noticia nueva– las autoridades prometen, apuntan, asienten… y no resuelven nada.
“¿Tiene que morir alguien para que se haga algo?”, se pregunta Rocío, mientras su publicación gana eco entre quienes ya están cansados del círculo vicioso de abandono oficial y promesas vacías. Denuncian, tocan puertas, elevan quejas… pero todo se queda ahí: en el aire.
Ese mismo sábado, mientras unos recogían escombros en San Isidro, otros en Wajay vivían su propio calvario. Al menos cinco casas sufrieron derrumbes parciales. Los techos de madera y tejas se desplomaron y varios pedazos de cubierta cayeron dentro de las viviendas.
Hasta ahora, no se han dado explicaciones claras sobre las causas de estos incidentes, aunque los vecinos llevan tiempo alertando sobre el mal estado de las construcciones. El detalle más irritante es que, al tratarse de zonas consideradas “patrimoniales”, muchas familias ni siquiera tienen autorización para hacer reparaciones por cuenta propia.
El resultado es una ciudad que se cae, literal y emocionalmente. Y lo que más duele no es solo el cemento que se rompe, sino la indiferencia de quienes deberían proteger a los que ya no tienen a dónde correr. Porque mientras los techos ceden y los muros se agrietan, la paciencia del pueblo también se está derrumbando.
