Lo que pasó en el cementerio de La Lisa, en La Habana, no es solo indignante, es escalofriante. Mientras algunos trabajadores del camposanto estaban en su horario de almuerzo, unos delincuentes entraron como si nada y profanaron cerca de 30 osarios. ¿El resultado? Huesos humanos esparcidos por jardines y panteones, como si fueran basura, como si no significaran nada.
La denuncia vino de la página de Facebook La Tijera, y fue como un golpe frío en el pecho para muchos. Porque más allá de lo macabro, esto muestra el nivel de descomposición social y moral que está atravesando Cuba. Los ladrones se llevaron los contenedores plásticos donde reposaban los restos —urnas nuevas, por cierto— y lo peor: están vendiéndolos como si fueran neveras. Sí, como si se tratara de simples electrodomésticos de segunda mano. Absurdo. Doloroso. Inhumano.
Este acto no solo afectó las tumbas. Aplastó a las familias. Muchos ya no podrán identificar los restos de sus seres queridos porque las urnas robadas tenían datos, números… información clave que ahora está perdida. Esos huesos revueltos ya no tienen nombre ni historia. Imagínate el sufrimiento de no saber dónde están los restos de tu abuela, tu padre, tu hijo. Eso no se arregla con un «lo sentimos».
Y la pregunta que flota en el aire es tan simple como devastadora: ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Qué tan hundida tiene que estar una sociedad para que alguien piense que vender una urna funeraria como refrigerador es un buen negocio? Lo que duele no es solo el crimen, sino la normalización del horror, el hecho de que ya nada sorprende porque “la necesidad es grande”.
Este no es un caso aislado, ni un evento puntual. Esto es el reflejo de una sociedad deshilachada por años de miseria, abandono e impunidad. Una Cuba donde el hambre no solo vacía platos, sino también almas. Donde ya ni los muertos tienen paz. Y eso no es hipérbole, es la cruda realidad.
Porque sí, la Revolución prometió formar al “hombre nuevo”. Un hombre solidario, justo, respetuoso. Pero ese discurso se quedó en los libros, mientras en la práctica se ha gestado una generación desesperada, capaz de todo con tal de sobrevivir. Incluso de pisotear tumbas y vender el silencio de los muertos por unas monedas.
Lo que ocurrió en La Lisa no es solo un crimen espeluznante. Es una metáfora brutal del colapso moral de un país que prometió dignidad y hoy ofrece ruinas. Es un grito que sale desde las entrañas de la tierra, donde ya ni los huesos descansan tranquilos.