Pedro Suárez Hernández creyó, como tantos otros, en una revolución que prometía justicia, pan y dignidad para todos. Pasó su vida entera trabajando para el Estado, con la disciplina de quien se siente parte de algo más grande. Fue custodio en varias empresas, convencido de que ese sacrificio tendría recompensa. Pero hoy, cuando más necesita del sistema que defendió, el sistema le ha dado la espalda sin piedad.
Con más de setenta años encima y una salud frágil, Pedro sobrevive —si es que a eso se le puede llamar vida— junto a su hijo, un joven que nació con trastornos mentales y que nunca recibió la atención especializada que merece. Durante años, ambos dependieron de una chequera de apenas 1500 pesos cubanos, que no alcanza ni para una semana de comida decente.
Pero lo más cruel aún estaba por llegar. En vez de recibir apoyo extra, una trabajadora social —que debería ser símbolo de ayuda y empatía— decidió retirarle la única ayuda que recibían, dejándolos completamente a la deriva. Desde entonces, no tienen ingresos, ni medicinas, ni una comida segura. Solo les queda la esperanza y la solidaridad de algunos cubanos de alma noble que, con lo poco que pueden, les dan un respiro.
Un pueblo que se ayuda cuando el Estado se ausenta
Gracias a personas como Rafael Tamayo y Amaury Almaguer, este último conocido por su entrega ayudando a madres con hijos enfermos desde el exilio, la historia de Pedro está saliendo a la luz. No han pedido lujos. Solo claman por un poco de compasión, un gesto humano que les devuelva la dignidad perdida.
Pedro y su hijo viven en Calle 16, entre Juan Cruz y Enrique Rodríguez, en el Reparto La Colorá, Holguín. Si alguien siente el deseo de ayudar, puede comunicarse con Amaury Almaguer al número 786 234 2944.
Una promesa rota duele más que la miseria
La historia de Pedro no es una excepción, es reflejo de una verdad incómoda: en Cuba, el dolor ajeno se ha vuelto rutina, y muchos caminan como si no lo vieran. A los que dieron su vida entera por un ideal, hoy solo les queda el abandono. Y lo peor es que ni siquiera se les permite envejecer con un mínimo de respeto.
En un país que repite hasta el cansancio que «no deja a nadie atrás», hay miles como Pedro que viven olvidados, excluidos, casi invisibles. La supuesta justicia social, cuando no llega a quienes más la necesitan, se convierte en una burla.
Que el dolor del prójimo no se nos haga paisaje. Que el alma del cubano no se endurezca ante estas injusticias. Porque si no nos toca el corazón ver a un anciano y a su hijo mentalmente enfermo pasar hambre en pleno 2025, ¿entonces en qué nos hemos convertido?