En pleno siglo XXI, en Cuba, matar una vaca sin permiso del Estado es prácticamente un crimen capital. Así de torcida está la cosa. Una operación conjunta entre policías y campesinos en Peñalver, Guanabacoa, terminó con la detención de seis presuntos matarifes, acusados de robar y sacrificar ganado para luego vender la carne de res de manera clandestina.
El operativo, según informó el perfil oficialista «El Cubano Fiel», se llevó a cabo la noche del 12 de junio, cuando sorprendieron a los implicados transportando carne en un carro por el reparto Bahía, en Habana del Este. Pero ya los tenían en la mira: varios vecinos y campesinos habían sonado la alarma semanas antes, cansados de que les desaparecieran los animales en plena madrugada.
Durante el proceso, las autoridades no solo identificaron a quienes descuartizaban las reses, sino también a los supuestos encargados de colocar esa carne en el mercado negro. Incluso encontraron restos de animales enterrados, una prueba que podría ser decisiva si el régimen decide llevar el caso a tribunales.
Una sociedad al borde, donde el hambre manda
Aunque esta vez contaron con la ayuda del vecindario, la verdad es que la relación entre la población y la policía está por el piso. En redes sociales abundan los comentarios de cubanos que, con razón, acusan al MININT de priorizar la represión política por encima del verdadero crimen que azota al país: el hambre, la escasez, y la corrupción institucional.
Porque sí, podrán arrestar a seis matarifes hoy, pero ¿qué hacen con el hambre de miles que no pueden comprar ni un pedazo de bistec?
Detrás de esta redada se esconde una verdad incómoda que el régimen no quiere admitir: en Cuba, la carne de res se ha convertido en un producto prohibido para el pueblo, reservado para turistas, militares y burócratas. El resto, el cubano de a pie, solo puede aspirar a verla pasar… o a comprarla ilegalmente si tiene un contacto y una buena cantidad de pesos.
El sistema alimentario está hecho trizas, y no porque falten tierras o manos para trabajarla, sino porque el control absoluto del Estado lo arruina todo. Cada vez que alguien logra burlar al sistema para conseguir un poco de proteína, salta el operativo, la propaganda, y la moraleja de que todo está «bajo control».
Pero el pueblo no come control, ni consignas, ni decretos. El pueblo necesita comida. Y no la hay.
La desesperación de muchos termina empujándolos a buscarse la vida como pueden, aunque eso implique caer en lo ilegal. No se trata de delincuencia por placer, sino por necesidad. Y ahí está el verdadero crimen: un régimen que ha llevado a su gente a arriesgar su libertad por un pedazo de carne.
Al final, más allá de los arrestos y los discursos, lo que queda es una Cuba donde comer como Dios manda es una odisea, y donde el Estado sigue empeñado en castigar al hambriento mientras se llena la boca hablando de “justicia social”.
