Yadier no tiene más de quince años, pero ya carga con el peso de un país en ruinas. Desde Camagüey, este adolescente lanza un mensaje que estremece y duele: necesita trabajar para ayudar a su madre, porque el hambre no espera y la miseria no tiene paciencia.
En un video difundido por el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH), Yadier habla sin rodeos. Con esa mezcla de inocencia y madurez forzada, explica: “Tengo una estabilidad económica muy mala, mi mamá trabaja, yo estudio y busco trabajo para ayudarla en lo que sea… Todo en Cuba tiene un precio muy alto”.
Y es que en la Cuba de hoy, ser niño es casi un lujo. La infancia, como tantas otras cosas, quedó atrapada en los discursos del pasado y los eslóganes vacíos de una revolución que ya no tiene ni pan que repartir.
Infancia robada por un régimen que no protege
Las cifras lo confirman y la realidad lo grita. Según datos de UNICEF, el 9% de los niños cubanos sufre pobreza alimentaria severa. Apenas logran comer dos de los ocho alimentos que necesita su desarrollo. Carne, pescado o un huevo en el plato son, para muchos, un recuerdo lejano… o un privilegio de otro mundo.
Mientras tanto, el trabajo infantil —ese que el régimen juraba que no existía en la isla “más justa del mundo”— se ha convertido en la salvación de muchas familias. Niños que deberían estar jugando o aprendiendo, hoy se ven obligados a vender pan, cargar sacos, recoger basura o pasar madrugadas en labores mal pagadas y peligrosas.
Pero el caso de Yadier no es un hecho aislado, es el espejo de una generación empujada a crecer de golpe porque la patria no da para más. Su historia no solo refleja pobreza, sino una infancia fracturada por el abandono estatal.
El régimen lava sus manos, el pueblo carga la cruz
Y mientras el país se desmorona, el gobierno de Díaz-Canel sigue repitiendo el cuento del bloqueo, como si eso justificara décadas de mala administración, represión y abandono. El mismo mandatario que ha reconocido en público el aumento de la mendicidad y el trabajo infantil, no ha hecho más que echarle la culpa a las familias, sin mover un dedo para proteger a esos menores.
“Necesito buscar trabajo y alguien que me apoye para ayudar a mi mamá”, insiste Yadier. Una frase que parte el alma, porque no debería salir de la boca de un niño, sino de un funcionario comprometido con su pueblo —si es que existieran en esa cúpula podrida.
En una nación donde el salario mínimo apenas llega a los 20 dólares, y donde sobrevivir es una hazaña diaria, este joven camagüeyano pone rostro al derrumbe de un sistema que solo ha generado miseria, miedo y frustración.
¿Cuántos Yadier más hay ahora mismo en las calles de Cuba? ¿Cuántos niños, en vez de correr y reír, están aprendiendo a lidiar con la falta de luz, la falta de comida, la falta de futuro?
La respuesta no está en los datos oficiales ni en los discursos del poder. Está en los balcones donde duermen las familias, en los estómagos vacíos, en los ojos cansados de una niñez que ya no tiene tiempo para soñar.