El calor está que pela en Cuba, y no es metáfora. Con temperaturas que rebasan los 35 grados, humedad que no da tregua y apagones interminables, la vida en la Isla se ha vuelto una tortura constante. Pero lo más grave es que esta crisis eléctrica dejó de ser un simple fastidio para convertirse en una bomba de tiempo para la salud pública.
Desde hace meses, millones de cubanos sobreviven con cortes de luz que duran 24 horas o más, reventando la rutina, la paciencia y la salud física y mental de la gente. Ya no se trata solo de oscuridad, sino de un deterioro generalizado que pone en jaque la vida cotidiana.
Dormir en Cuba hoy es un lujo. Las noches sin corriente eléctrica se convierten en calderas infernales, donde los ventiladores están mudos y los aires acondicionados son apenas un recuerdo lejano. El cuerpo no descansa, la mente no se apaga. El sueño se vuelve fragmentado, escaso y desesperante.
“Mi hijo llora toda la noche por el calor y los mosquitos, y al día siguiente va a la escuela como un zombi”, cuenta Laura, desde Bayamo. Y como ella, hay miles. Porque el insomnio se volvió parte del menú diario, y eso arrastra un cóctel de problemas: fatiga crónica, defensas por el piso, irritabilidad, desánimo y enfermedades que no dan tregua.
Y por si fuera poco, los mosquitos están de fiesta. Sin electricidad, no hay cómo usar repelentes eléctricos ni ventilar las casas, y eso facilita la proliferación de criaderos en tanques y cubos con agua estancada. El dengue y el virus de Oropouche, ambos ya confirmados en la Isla, se expanden sin resistencia. No hay luz. No hay control. No hay salud.
Guardar alimentos también se ha vuelto misión imposible. Las neveras no funcionan y la comida se descompone en cuestión de horas. Lo mismo pasa con el agua, que no se puede conservar adecuadamente, poniendo en riesgo la higiene básica y la nutrición, sobre todo en niños y ancianos.
A nivel mental, el impacto es demoledor. La falta de control sobre lo cotidiano, la incertidumbre de no saber cuándo volverá la luz, la imposibilidad de planificar el día, y esa sensación de estar completamente abandonado por el Estado, van quebrando la mente del cubano de a pie.
“Uno llega a un punto en que siente que va a estallar. No puedes cocinar, no puedes dormir, no puedes vivir”, confiesa Yoel desde Ciego de Ávila. Y esa frase resume el sentir colectivo: desesperanza, frustración, rabia.
Los más golpeados, como siempre, son los más vulnerables. Niños, ancianos y enfermos crónicos están en la cuerda floja. La falta de refrigeración compromete medicamentos vitales. El calor puede ser letal para un hipertenso o un paciente cardíaco. Y sin equipos eléctricos, la atención médica básica se vuelve un acto de fe.
Lo más indignante es que esta crisis no es nueva, pero sí es cada vez peor. La narrativa oficial vuelve con su cantaleta: que si el combustible, que si las roturas, que si el bloqueo. Pero la realidad en la calle es otra: el pueblo está exhausto, sin respuestas, y sin esperanza de que algo cambie.
Mientras se prioriza el turismo y se gastan recursos en campañas de propaganda, la salud del cubano se deteriora en silencio, en la oscuridad, bajo el zumbido constante de los mosquitos y el grito apagado de un ventilador que no gira. Los apagones ya no son solo cortes de luz: son cortes de vida. Y el régimen, como siempre, mirando hacia otro lado.