En el corazón del municipio de Niquero, en la provincia de Granma, el régimen cubano volvió a desempolvar su vieja receta de control social: el juicio ejemplarizante. Esta vez, el pretexto fue una acusación por “atentado contra agentes del orden público”, dentro del llamado Tercer Ejercicio Nacional de Prevención y Enfrentamiento al Delito, la Corrupción, las Drogas, las Ilegalidades y las Indisciplinas Sociales. O lo que es lo mismo: una gran operación de castigo y miedo con fachada legalista.
Según el guión del medio oficialista La Demajagua, el show fue presidido por José Carlos Ortiz Peacock, cabeza visible del Tribunal Municipal Popular. El “delito”, recogido en el artículo 182 del nuevo Código Penal, fue presentado como una grave amenaza contra la disciplina y el respeto a la autoridad, esa misma autoridad que hace rato perdió el respeto del pueblo, pero sigue intentando imponerlo a golpes de toga y represión.
El acusado, dicen, agredió a dos policías y dejó lesionado a uno. Con eso bastó para dictar una condena severa, con cárcel incluida, recortes a sus derechos ciudadanos y la clásica prohibición de salida del país. Todo bien orquestado para dar el ejemplo, aunque nadie sabe con certeza ni los detalles ni las circunstancias reales del altercado.
Claro, el tribunal repitió el mantra habitual: que todo se hizo conforme al debido proceso y en respeto a la Constitución. Pero nadie con dos dedos de frente se traga ese cuento, sobre todo cuando el juicio se celebra en medio de una campaña nacional de represión y endurecimiento penal, dirigida por los mismos que llevan más de seis décadas apretando la soga al cuello del pueblo.
Más que un procedimiento judicial, lo de Niquero fue otra escenificación con libreto preestablecido. Un juicio con fines pedagógicos, pero no para enseñar justicia, sino para inculcar miedo, domesticar rebeldías y recordar que en Cuba disentir es un lujo que se paga caro.
Esa etiqueta de “juicio ejemplarizante” no es más que un disfraz mal cosido para esconder la brutalidad del castigo. Un modo de gritarle a la gente que, si se atreven a levantar la voz o chocar con el aparato represivo, les espera la jaula, el escarnio y la mordaza.
Porque en la práctica, estos procesos no buscan justicia, sino sumisión. Se dramatiza un caso, se arma el espectáculo, se infla el discurso oficialista, y se lanza todo al aire como advertencia nacional. ¿El objetivo? Desmovilizar al que protesta, intimidar al que cuestiona y apagar la chispa de cualquier posible insurrección popular.
Una vez más, el régimen juega con la legalidad como si fuera plastilina. La justicia real queda sepultada bajo el peso de la manipulación, y el sistema judicial se convierte en cómplice directo del aparato represor. En Cuba, el juez no juzga, sentencia lo que le dictan desde arriba. Y lo de Niquero no fue más que otro ejemplo burdo de ese teatro perverso.