En un acto de valor que ha estremecido las redes y tocado el corazón de muchos cubanos, tres madres con cuatro niños —uno de ellos en cochecito— se plantaron frente a la casa del gobernante Miguel Díaz-Canel en La Habana. Iban con el alma en la mano, desesperadas por los apagones interminables que tienen en jaque a miles de familias en todo el país.
Una de ellas, sin miedo, encaró a los agentes vestidos de civil que ya estaban allí para reprimirlas: “¡Me van a recibir! ¡Aquí me tienen que dar una respuesta! ¡No me voy a mover!”, gritó con una mezcla de rabia, agotamiento y dignidad. Dijo que su nombre ya lo tienen en mil listas, pero que en ese momento lo único que le importaba era resolver. Resolver, sí, ese verbo tan cubano que se ha vuelto sinónimo de sobrevivir.
“Vinimos por el problema de la corriente”, explica otra madre en el video que circula en redes sociales, mientras se escucha el llanto de uno de los niños y se ve una patrulla policial al acecho, preparada como si se tratara de una amenaza y no de un reclamo legítimo de madres desesperadas.
“Son desagradables cantidad”, suelta una de ellas al ver el despliegue de agentes custodiando la residencia del mandatario, como si se tratara de una fortaleza intocable mientras el pueblo se derrite —literalmente— en la oscuridad de la ineficiencia estatal.
La escena fue compartida por la activista Idelisa Diasniurka Salcedo Verdecia, quien denunció en sus redes el abuso y la indiferencia. La respuesta no se hizo esperar: una avalancha de solidaridad desde dentro y fuera de Cuba aplaudió el coraje de esas madres que, cargando a sus hijos, se atrevieron a hacer lo que muchos sueñan y pocos pueden: exigirle cuentas cara a cara al poder.
Pero esta no es la primera vez que el portón de la residencia presidencial se convierte en escenario de reclamos populares. En abril del año pasado, otras cuatro madres se atrevieron a hacer lo mismo. ¿Qué recibieron? Más vigilancia, más amenazas… y un plato con arroz blanco, croqueta y col. Un insulto disfrazado de ayuda.
Estanys Rodríguez, madre joven de solo 20 años, caminó 45 minutos desde Marianao hasta la casa de Díaz-Canel con su niña de dos años en brazos. Lo hizo sin más fuerza que la desesperación. Ese día, el único “desayuno” que tenía para ofrecerle a su hija era un refresco.
“Ya no aguanto más pasar trabajo, y menos siendo cubana con mi niña”, declaró luego. Por atreverse a decir esa verdad, también fue amenazada por la Seguridad del Estado. Pero ella lo tiene claro: “La que pasa trabajo es mi hija, así que hagan lo que les dé la gana”, respondió con firmeza en una entrevista con el canal Universo Increíble.
En medio del caos económico, la falta de electricidad, comida, medicinas y respuestas, estas mujeres se han convertido en símbolo de una Cuba que grita desde abajo. “Los niños en Cuba no viven como deberían vivir. Estamos en condiciones infrahumanas, y eso no es justo”, denunció otra madre tras la protesta del año pasado.
Y no, no lo es. No es justo que las madres tengan que marchar con sus hijos hasta la mismísima puerta del gobernante para pedir lo que debería ser un derecho básico: vivir con dignidad, sin oscuridad, sin miedo, sin hambre. Porque cuando un gobierno teme a una madre con un niño en brazos, es que ya perdió toda legitimidad.
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