El drama del pequeño Rafa, un bebé cubano de apenas ocho meses, no terminó con su muerte. Su historia, dolorosa desde el primer día, fue rematada por la indolencia de un régimen que ya ni siquiera puede garantizar dignidad en el último adiós.
Velado en su natal Ciego de Ávila, el cuerpo de Rafa fue víctima de un traslado caótico, una funeraria sin electricidad y la desidia más desgarradora. Murió sin haber recibido el trasplante de hígado que podía haberle salvado la vida, y hasta su despedida fue una prueba más del abandono total en el que vive sumido el pueblo cubano.
El ataúd debía partir a las nueve de la mañana del domingo desde la funeraria de Calzada y K, en La Habana. Pero pasadas las tres y media de la tarde, los padres de Rafa no sabían siquiera dónde estaba el féretro de su hijo. Nadie les daba razón. Nadie respondía.
¿La excusa? No encontraban al chofer del carro fúnebre porque no tenía móvil. Sí, en pleno 2025, en un país que presume de avances médicos y diplomacia científica, un funeral infantil se paraliza porque el conductor del vehículo no tiene cómo ser localizado.
La activista Yamilka Lafita, conocida como Lara Crofs, fue quien finalmente logró ubicar al carro. Más de una hora después, por fin llegó a la funeraria de Morón. Pero lo peor estaba por comenzar: el lugar no tenía corriente eléctrica. Rafa fue velado a oscuras. En penumbras. En silencio. En un escenario indigno que ni en las peores pesadillas se imagina un padre.
“Velan a un niño en penumbras. Como si no bastara con la tragedia de su muerte”, escribió Lara en un post que duele hasta el tuétano. Y con toda la razón, preguntó: “¿Cuántos hijos de los dirigentes de este país son velados a oscuras?”
La respuesta es clara: ninguno.
Rafa no murió por falta de amor, ni por falta de voluntad médica. Murió porque en Cuba, si no eres parte del círculo de poder, tu vida depende de papeleos, promesas vacías y muros burocráticos imposibles de romper.
Su madre, compatible como donante, estaba lista para entregarle parte de su hígado. En España había médicos dispuestos a operarlo, con urgencia. Pero las autoridades cubanas no movieron un dedo. No dieron luz verde, no ofrecieron soluciones, no abrieron una puerta. Solo hubo silencio.
Y ese silencio mató.
La semana pasada, una infección renal complicó aún más su frágil salud. El bebé dejó de orinar durante más de 24 horas. Ya era demasiado tarde. Falleció en el hospital William Soler, mientras la familia seguía esperando por una decisión que nunca llegó.
Murió esperando un permiso. Murió esperando que alguien hiciera lo correcto. Murió, como mueren tantos en Cuba: por culpa de un sistema que asfixia, que retrasa, que decide quién vive y quién no, según sus conveniencias.
Lara lo resumió con una frase que corta el alma: “Rafa no necesitaba milagros. Necesitaba atención médica, recursos, verdad.”
El régimen cubano se llena la boca hablando de que la infancia está protegida, de que ningún niño queda desamparado. Pero en la práctica, el abandono institucional es tan real como el hambre, como los apagones, como las funerarias sin luz.
Rafa ya no está. No lo salvaron. No lo dejaron salvarse. Y ni siquiera le ofrecieron un velorio digno.
En Cuba, hasta la muerte duele más. Porque ni los muertos escapan del fracaso total de un sistema podrido.