¿Te imaginas dedicar toda tu vida a la ciencia, inventar un producto famoso que ha ayudado a miles… y terminar a los 80 años vendiendo café en la calle para sobrevivir? Pues esa es la historia, tan dura como inspiradora, del doctor cubano Raúl González Hernández, creador del conocido suplemento nutricional Trofin, que hoy se mantiene a flote gracias a su propio ingenio y la admiración incondicional de su hija.
Todo salió a la luz gracias a su hija, Elizabeth González Aznar, quien compartió en redes sociales un mensaje tan hermoso como doloroso. Contó cómo su papá, a sus 80 años, doctor en Ciencias e investigador titular, está vendiendo café en un puestecito para ganarse la vida. Nada más y nada menos que el creador del Trofin, el suplemento que tantas personas en Cuba conocen.
“El domingo pasado celebramos tus 80 años”, escribió Elizabeth en Facebook, con esas palabras que te hacen un nudo en la garganta. Y agregó: “Confieso que, entre tanta alegría por tenerte vivo y luchando, sentía un tin de tristeza por cómo lo logras.”
La publicación no tardó en conmover a muchos. En ella, Elizabeth cuenta cómo su padre, lejos de recibir homenajes o respaldo institucional, sobrevive gracias a su esfuerzo como emprendedor. Una situación que refleja la dura realidad que viven en Cuba muchos profesionales brillantes, marginados por cuestiones políticas o la simple precariedad del sistema.
La historia de Elizabeth también tiene sus propias batallas. Ella formó parte del mundo científico, pero tuvo que abandonar su trabajo en el Instituto Finlay por problemas de salud, estrés y presiones ideológicas. Luego, cuando quiso regresar a Biocubafarma, le cerraron las puertas.
“Ya la bomba se había esparcido junto con lo del Trofin”, explicó, refiriéndose al producto desarrollado por su padre y la polémica que lo rodea.
Frente a la crisis económica familiar, el Dr. González, que antes ya se las ingeniaba vendiendo vino, decidió lanzarse a vender café. Su hija nunca olvidará esa decisión que, según confiesa, “le estrujó el alma”.
“Un científico jubilado, creador de un producto y su línea, vendiendo café…”.
Pero lejos de quedarse en la tristeza, el doctor se arremangó la camisa. Junto a Elizabeth construyó un pequeño carrito de ventas y, sin pizca de vergüenza, salió a buscarse la vida, con esa dignidad que ni los golpes de la vida logran doblegar.
“Eres el mayor de ocho hermanos de campo, empezaste ordeñando vacas y llegaste a ser científico. A tus 80 vendes café con dignidad, porque el equivocado no eres tú, son ellos”, escribió su hija, orgullosa hasta el tuétano.
Esta historia no es solo un canto al amor familiar, sino también una denuncia brutal sobre cómo Cuba ha olvidado a tantos de sus héroes silenciosos. Gente que lo dio todo por el país y termina viviendo en el anonimato, o peor, en la necesidad.
Elizabeth ha hablado muchas veces en público sobre la admiración profunda que siente por su padre y sobre cómo, pese a ser el artífice del Trofin, su nombre ni siquiera aparece como creador oficial del producto. En Cuba, las leyes de propiedad intelectual hacen que los descubrimientos científicos pertenezcan a las instituciones, no a los individuos.
El Trofin, registrado como medicamento en 1992 y patentado dos años después, ha sido clave en la salud pública cubana. Y aun así, su propio creador ha tenido que mendigar algunos frascos para su familia. Increíble, pero cierto.
Según cuenta Elizabeth, este sistema legal ha condenado al anonimato a muchísimos científicos cubanos, incluso a los que han dejado huellas gigantescas con sus investigaciones. Como su padre, cuyo talento y esfuerzo merecen mucho más que un carrito de café en la esquina.
Porque, al final, Raúl González Hernández no es solo un vendedor de café: es un símbolo de resistencia, dignidad y talento cubano que se niega a rendirse, aunque el país que ayudó a construir lo haya olvidado.