“Niño, mejor ni me preguntes, que eso da hasta tristeza”, responde Zoila Calderín Riero cuando le preguntan qué le gustaría comer y no puede. Hace una pausa, se alisa el pelo y lanza, casi como un suspiro: “Tengo ganas de darme un buen trozo de puerco, que me chorree la grasa por la cara.”
En la Cuba de hoy, tener un antojo y satisfacerlo es un acto casi subversivo. No se trata de gusto, se trata de poder. Poder pagar, poder encontrar, poder comer. El cubano promedio ha perdido hasta el derecho a elegir lo que se lleva a la boca.
La pregunta que define esta etapa del hambre no es cuánto cuesta la comida, sino cuándo fue la última vez que comiste lo que realmente querías. Porque la respuesta, en la mayoría de los casos, no se mide en días, sino en años.
Un salario para sobrevivir, no para vivir
Los datos no mienten, aunque el régimen los maquille. Con un salario estatal que en el mercado informal apenas equivale a 16 dólares al mes, al cubano solo le alcanza para lo más básico —y eso si corre con suerte. Para los que viven de una pensión, el panorama es aún más cruel.
Zoila confiesa que no prueba carne de cerdo desde hace más de un año. Desde que la inflación le metió candela al precio del puerco, esa proteína se convirtió en un recuerdo. Lo mismo pasa con otros alimentos tradicionales: dejaron de ser parte de la mesa y pasaron al rincón de la nostalgia.
Los mercados en dólares o con precios ajustados a la tasa informal del dólar —que supera con creces el valor oficial— han puesto a la mayoría fuera del juego. Los sabores de antes se fueron con las postales del pasado: ese arrocito con chícharos, el sofrito con ajo y cebolla, el dulce de coco casero… todo quedó en el recuerdo.
Hoy, lo que se cocina en la mayoría de las casas no es lo que se quiere, sino lo que se puede. Hay hogares donde ya ni se habla de desayuno o almuerzo. El esfuerzo está en asegurar una cena, aunque sea con “algo de relleno” que tape el estómago.
La comida se mide en sacrificio
Francisco Bonilla Gómez, bicitaxista de La Habana Vieja, lo dice sin rodeos: “Almorzar es un lujo. Si aparece algo, arroz con croquetas o picadillo, eso es tremenda comida”. Pero lo importante, según él, es no irse a la cama con el estómago vacío.
“Antes uno salía a la esquina, y el carnicero te fiaba el pedazo de puerco. Ahora no. Ahora comes lo que aparezca. Lo que te gusta, eso es para un cumpleaños o para el 31 de diciembre”, lamenta.
Ángel Luis Pomares Cano, otro entrevistado, resume el drama en una sola frase: “Sin remesas, no hay cena.” Porque preparar una comida tradicional con arroz, carne, vianda y ensalada se volvió un sueño imposible.
Y los precios, por si fuera poco, no dan tregua. El lomo de cerdo ya ronda los 800 pesos, la pierna los 850 y los cortes deshuesados alcanzan los 1.100 pesos. El litro de aceite vegetal llegó a 1.050 pesos, los frijoles andan entre 330 y 350 pesos, y el arroz, aunque estable, sigue por encima de los 300. Y del pollo ni hablar: 10 libras ya rozan los 3.500 pesos, aunque el gobierno diga que debería costar 680 por kilo. ¡Pura fantasía legalista!
“Se compra cantidad, no calidad”, explica Vladimir Correa Heredia, jubilado que soñaría con una buena caldereta de pescado, pero ni frito ni aporreado lo ha vuelto a ver en su mesa.
Más allá del hambre, está el dolor de no elegir
Esta crisis alimentaria no es solo una cuestión de falta de comida. Es la pérdida del placer de comer, de la posibilidad de preparar un plato querido, de saborear la vida. Lo que está en juego no es solo el estómago, sino la dignidad emocional y cultural de un pueblo.
Y aunque el gobierno se llene la boca hablando de leyes como la de Soberanía y Seguridad Alimentaria (Ley 148/2022) o la Ley de Pesca (129/2019), la realidad es otra: ni traen comida, ni alivian el bolsillo, ni devuelven la esperanza.
Detrás de cada plato vacío, de cada comida que se repite por días, hay historias como la de Zoila, Francisco o Vladimir. No piden lujos. Piden el simple derecho a saborear la vida, a comer lo que les provoque, cuando les provoque.
Pero en una isla donde el hambre se disfraza de “resiliencia” y las promesas del régimen solo sirven para adornar discursos, hasta un pedazo de puerco se volvió un lujo reservado para unos pocos.