En un país donde cada día es una batalla, una joven madre cubana ha contado su desgarradora travesía hacia Brasil junto a sus dos hijos pequeños y su esposo, quien abandonó la comodidad de Estados Unidos para acompañarlos en un viaje marcado por el miedo, la incertidumbre y el amor.
“No podía permitir que hicieran ese viaje solos”, confesó el padre, que dejó temporalmente el suelo norteamericano para asegurarse de que su familia no quedara varada o dividida por culpa de las restricciones migratorias impuestas por la administración Trump, las mismas que han puesto a tantos cubanos contra la pared.
La historia la narra Claudia Patricia Gómez, una joven espirituana de 27 años, que llegó hace apenas unas semanas a la ciudad de Apucarana, en Brasil, con el alma revuelta, los pies hinchados y el corazón aún acelerado por todo lo vivido. Su relato, compartido en YouTube, no es solo un testimonio personal: es un grito que resume lo que miles de cubanos están sufriendo en silencio.
Todo comenzó en Sancti Spíritus, desde donde Claudia salió con sus dos niños —uno de cinco años y el otro aún de brazos— hasta La Habana. Allí tomó un vuelo rumbo a Bogotá, donde su esposo los esperaba tras salir de EE.UU. Y a partir de ese momento, la familia comenzó una ruta migratoria de esas que se sienten más con los pies que con la cabeza.
Vuelos cancelados, noches sin dormir, aeropuertos como campamentos y niños llorando del cansancio fueron solo el comienzo. En Guyana los recogió un coyote, que los instaló en un hostal con lo mínimo: arroz blanco, algo de agua y una bolsita con víveres para enfrentar la selva.
“Cuando vi el río y su corriente, me puse a llorar”, contó Claudia entre lágrimas. “Temí por la vida de mis hijos”. Ella cargaba al bebé, su esposo una maleta de 23 kilos y otra mochila encima. El otro niño iba de la mano. A ratos dormían en hamacas colgadas entre árboles, a ratos en el piso. El lodo, las picadas de insectos y el miedo constante eran parte del paisaje.
Ya en territorio brasileño, la pesadilla no había terminado. Aún les quedaban viajes en guaguas, escalas en hospedajes sin agua potable, cocinar como se pudiera, y soportar el calor con la ropa sucia y pegada al cuerpo. Todo, hasta llegar al lugar donde vive una prima de Claudia, que les abrió las puertas en Apucarana. “Bañarnos fue el primer acto de dignidad después de tanto sufrimiento”, confesó.
El costo total del trayecto fue de unos 960 dólares por persona, sin contar la inversión emocional y logística que el padre había hecho desde EE.UU. No se trataba solo de escapar del infierno cotidiano en Cuba, marcado por apagones, hambre y falta de oportunidades. Se trataba también de no romper el núcleo familiar en medio de un mundo cada vez más hostil para los migrantes cubanos.
El miedo a una separación definitiva fue real. Y más cuando el expresidente Trump firmó, el 4 de junio, una orden ejecutiva que limita el acceso a EE.UU. de ciudadanos cubanos bajo categorías como las visas B1, B2 o estudiantiles, lo cual pone en jaque los reencuentros familiares y complica aún más los viajes de regreso para quienes están fuera.
En medio de este drama migratorio, la historia de Claudia y su familia pone rostro al dolor de un pueblo que solo quiere vivir con dignidad. Y también muestra el valor de un padre que no dudó en dejarlo todo para caminar por la selva con sus hijos a cuestas, demostrando que el amor, cuando es verdadero, no conoce de fronteras ni de dictaduras.
