En Cayo Coco, uno de los rincones turísticos más codiciados de Cuba, las autoridades aduaneras volvieron a sacar pecho tras detectar drogas camufladas entre golosinas y cigarrillos electrónicos en el Aeropuerto Internacional Jardines del Rey. Pero más allá de los decomisos, lo que se huele en el ambiente es el nerviosismo del régimen, que ve cómo el narcotráfico se le cuela por todos los huecos, incluso en medio de su aparato de control.
El hallazgo fue anunciado en la red social X por Wiliam Pérez González, vicejefe de la Aduana, quien no perdió la oportunidad de aplaudir a la “técnica canina” que ayudó con el olfato. Según los reportes oficiales, las sustancias ilegales fueron detectadas en equipajes durante controles de rutina, ocultas en gominolas, vapes y hasta en papeles impregnados con drogas, una modalidad que se ha vuelto común para el tráfico de bajo perfil.
Cayo Coco, aunque parezca un paraíso para turistas, está blindado de vigilancia. El régimen no solo cuida los ingresos en divisas, sino también teme que el turismo internacional sea la vía para que le entre el caos por la puerta de atrás. Y lo que más le preocupa es que estas sustancias estén llegando de forma discreta, por canales que antes creían bajo control total.
Lo que pasó en Jardines del Rey no es un hecho aislado. En meses anteriores, la Aduana también detectó droga en aeropuertos como Varadero y La Habana, escondida en frascos de cosméticos, latas de café, desodorantes y hasta ropa interior. Casos que han terminado en sanciones penales y administrativas, con el habitual lenguaje propagandístico para “dar el ejemplo”.
La propia institución reconoció que los métodos de ocultamiento se han vuelto más sofisticados, y que en la mayoría de los casos lo que encuentran es marihuana, cocaína, cannabinoides sintéticos y metanfetaminas. Pero el verdadero problema, más allá de las sustancias, es el desgaste del sistema y su incapacidad para manejar el fenómeno sin recurrir a medidas teatrales.
Para tratar de poner orden al desorden, el régimen anunció con bombos y platillos el lanzamiento del Observatorio Nacional de Drogas, una especie de aparato burocrático con nombre rimbombante que promete detectar “sustancias emergentes” y mejorar la respuesta estatal. El plan incluye una red de información, una de investigación y un sistema de alerta temprana. Suena bien en el papel, pero en la práctica es solo más burocracia para un problema que ya se les fue de las manos.
En medio de esta ofensiva mediática y operativa, también se activó un ejercicio nacional contra el narcotráfico con participación de instituciones y cuerpos represivos. Lo venden como una muestra de compromiso, pero lo que realmente muestra es el miedo creciente a perder el control en un país donde la desesperación económica ha hecho que el tráfico y consumo de drogas dejen de ser tabú y empiecen a formar parte del paisaje.
La realidad es que, mientras los voceros oficiales repiten que todo está “bajo control”, la penetración del narcotráfico en Cuba avanza a paso firme, alimentado por la miseria, la corrupción interna y la falta de oportunidades. Porque en un país donde no hay comida, medicinas ni futuro, muchos terminan buscando salida —o escape— en lo que sea. Aunque venga escondido en una gominola.
