En un gesto que muchos ven como una provocación, Sandro Castro, el nieto más descarriado del dictador Fidel, se dejó ver este jueves en plena Habana, caminando como turista entre el desespero de un pueblo que apenas sobrevive. Y lo hizo justo cuando se cumplían cuatro años del 11 de julio de 2021, esa jornada histórica en que miles de cubanos salieron a las calles a gritar libertad y fueron silenciados con represión brutal.
Con su típica facha de niño rico —pulóver del Real Madrid, espejuelos oscuros y celular en mano—, Sandro se paseó por la capital como si estuviera de safari. Grababa el entorno, como si lo que lo rodeaba fuera una rareza tercermundista digna de exhibir en redes, sin la menor señal de empatía o conciencia de dónde está parado.
Entre vendedores ambulantes, gente rebuscando en los cestos y ancianos sin medicinas, el nieto del dictador caminaba flanqueado por dos bicitaxis que parecían escoltarlo en su show ambulante.
Todo quedó grabado, claro. Pero no en un documental sobre el colapso de Cuba, sino en sus “Historias” de Instagram, ese formato que desaparece en 24 horas, como si quisiera mostrarse pero sin dejar huella. Aunque, seamos sinceros, en Cuba todo se ve y todo se recuerda, sobre todo cuando se trata de uno de los herederos del desastre.
Un nieto entre el rechazo y la burla
Como era de esperarse, la aparición de Sandro generó oleadas de reacciones en redes sociales. Su figura, que despierta de todo menos indiferencia, sigue siendo símbolo de impunidad para unos, reflejo de decadencia para otros, y para algunos pocos, hasta un “espíritu libre” (aunque eso ya raya en el chiste).
Para muchos cubanos, verlo deambulando tan campante es un bofetón al rostro de los cientos de jóvenes que hoy están presos por haber gritado “Patria y Vida”. Sandro es el espejo de una casta de privilegiados que vive al margen de la miseria, la censura y la escasez. A él no le falta pan, ni luz, ni gasolina, ni pasaporte. Y lo peor: ni vergüenza.
Hay también quienes lo ven como un joven perdido, criado entre lujos y desarraigo, sin norte ni causa, que ahora busca atención como quien mendiga likes. “Un muchacho sin brújula, más que sin culpa”, dicen algunos. Que si sufre, que si está vacío… puede ser, pero mientras tanto vive con todos los lujos que le niegan a millones.
Una pequeña minoría, quizás más ingenua que optimista, se atreve a pensar que este tipo podría convertirse en un símbolo de ruptura con la vieja escuela castrista. Que si su estilo irreverente, su distancia del discurso oficial, o su aire farandulero lo vuelven más “liberal”. Pero seamos serios: romper con el discurso no es romper con el poder, y Sandro sigue siendo parte del sistema, aunque lo esconda tras filtros de Instagram.
Otros lo ven como un simple chamaco con un apellido que pesa como una losa. Que lo que hace no es distinto a lo que hacen los hijos de cualquier funcionario cubano: vivir bien, sin rendir cuentas, mientras el pueblo se desangra.
Sandro es el retrato más cínico del sistema que su abuelo creó: un régimen donde el pueblo pasa hambre y los herederos se graban con iPhone. En pleno aniversario del 11J, mientras las madres lloran por sus hijos encarcelados y otros se lanzan al mar buscando libertad, él pasea sin pena ni gloria por las ruinas que su familia dejó.
