La influencer cubana Ari (@ari_delahabana) se llevó una decepción monumental al visitar el restaurante estatal Castillo de Jagua, ubicado nada menos que en la icónica esquina de 23 y G, en pleno corazón de El Vedado habanero. Lo que debió ser una experiencia gastronómica agradable terminó siendo, según sus propias palabras, “el dinero peor gastado de mi vida”.
En su serie “Probando Restaurantes Estatales en La Habana”, Ari no se anduvo con rodeos y soltó la verdad sin filtro. Después de ocho años sin pisar el lugar, volvió con la esperanza de reencontrarse con un clásico, pero lo que encontró fue un espacio venido abajo, con colillas en el piso, humedad chorreando por las paredes y un aire acondicionado más ocupado en gotear que en enfriar. Para rematar, las servilletas que le ofrecieron venían usadas del turno anterior, como si el reciclaje antihigiénico fuera parte del menú.
Y hablando de comida, el desastre no se quedó atrás. Los tostones estaban tan duros que parecía que los habían freído en el siglo pasado. El tamal venía sin carne y sin sabor, y el pollo a la plancha, en vez de ser proteína, resultó ser una piel grasienta sin alma ni carne. En su ensalada, hasta un ají entero apareció con tallo y semillas incluidas. “No te recomiendo que vengas”, advirtió con total honestidad, dejando claro que la fama del lugar es solo eso: fama, porque de prestigio ya no le queda ni el olor.
Y no fue un caso aislado. En 2024, otro cliente, Rafael Lázaro Rodríguez Macías, contó en el grupo de Facebook Gastrocuba su propia experiencia de espanto. Entró sabiendo que el menú era limitado, pero no imaginaba lo que venía. Cuando pidió cerveza dispensada, le dijeron que no había porque el barman “no había venido a trabajar”. Le ofrecieron una lata carísima, sin previo aviso.
La comida fue un chiste de mal gusto. El tamal, seco como la pizarra de un aula cerrada. El lomo ahumado, reducido a cuatro tristes lonjitas por 850 pesos. El congrí, frío y desabrido. Y la cuenta, para colmo, llegó escrita en un trozo de papel sin desglose, con precios inflados y un misterioso 10% de recargo, sin explicación. “No vuelvo más nunca al Castillo de Jagua”, sentenció, con toda la razón del mundo.
Este desastre no es casualidad. En 2019, justo antes del 500 aniversario de La Habana, el régimen metió mano y le hizo una reparación capital al restaurante: baños nuevos, cocina renovada, carpintería fresca, aire acondicionado… Todo muy bonito sobre el papel. Pero cinco años después, el deterioro ya regresó como quien no se fue nunca, y con él, el descontento.
Lo que en su día fue un referente de la cocina cubana estatal hoy no es más que otro reflejo del hundimiento de los servicios públicos bajo el régimen. Una gestión sin alma, sin mantenimiento y sin respeto por el cliente. Porque comer fuera en Cuba no es barato, ni accesible para todos, y cuando alguien hace el esfuerzo, se merece algo más que grasa y desilusión.
El Castillo de Jagua, como tantos otros espacios estatales, es la postal perfecta del fracaso sistémico. La imagen de un país donde lo estatal, en vez de orgullo, da pena ajena.