En la Cuba de hoy, decir la verdad puede costarte la libertad… pero decir una barbaridad también puede costarte el puesto. Marta Elena Feitó, hasta hace nada ministra de Trabajo del régimen, lo aprendió por las malas después de soltar una frase que levantó un polvorín nacional: “En Cuba no hay mendigos, son gente disfrazada.”
Y ahí mismo se cayó con todo y pedestal.
Lo que parecía otro discursito lleno de cinismo, como tantos otros, terminó siendo la gota que reventó la copa de la paciencia popular. Porque Feitó no habló solo como ministra, habló como lo que muchos en el poder llevan siendo hace años: gente desconectada del pueblo, que no tiene ni la más mínima idea de lo que es vivir con el estómago vacío o dormir sin techo.
Ni apagones mediáticos ni censura lograron contener la indignación. El pueblo habló, y esta vez, el régimen tuvo que soltar lastre. Le aceptaron la renuncia (aunque digan que fue “a solicitud”), pero no por ética ni autocrítica, sino porque el incendio se les estaba yendo de las manos.
Una cabeza menos… pero el monstruo sigue ahí
La caída de Feitó no es un acto de justicia, sino una jugada de supervivencia política. Un truco del régimen para intentar apagar el fuego sin tocar la leña podrida que lo alimenta.
Porque vamos a estar claros: ella solo dijo en voz alta lo que muchos allá arriba piensan en silencio. Que la pobreza se disfraza, que los pordioseros son vagos, y que el pueblo no merece compasión, sino sospecha.
Esa es la mentalidad que ha podrido desde hace décadas las entrañas del poder en Cuba. Una clase dirigente blindada en oficinas con aire, carros asignados y dietas especiales, mientras el cubano de a pie rebusca entre la basura para inventar la comida del día.
¿Cómo va a entender la miseria alguien que no ha hecho una cola en su vida ni ha sentido el estómago crujir por hambre?
El poder en Cuba está desconectado de la calle
La tormenta por las palabras de Feitó no se trata solo de ella, sino de un sistema que la formó, la aplaudió, la sostuvo, y luego la tiró al piso cuando se volvió demasiado incómoda. No fue un error personal, fue una radiografía completa del desprecio estructural hacia el pueblo.
Y aunque Díaz-Canel trató de lavarse las manos con su típica crítica tibia —sin mencionar nombres, como quien no quiere salpicarse—, el daño ya estaba hecho. Nadie le cree a estas alturas el cuento del humanismo revolucionario.
Conclusión: un régimen sin corazón no merece cabeza
La verdadera lección de este episodio es simple: no se gobierna un país negando el dolor de su gente. Un gobierno que no reconoce la pobreza que genera, que criminaliza al que pide ayuda y castiga al que lo denuncia, está moralmente quebrado.
Feitó cayó, sí, pero ¿cuántos más siguen allá arriba, con la misma arrogancia, sin haber aprendido nada?
Este escándalo no se olvidará tan fácil. Porque no fue solo una frase mal dicha. Fue una confesión involuntaria del alma podrida del régimen. Y eso, aunque lo borren de la prensa oficial o lo escondan detrás de discursos vacíos, ya no tiene vuelta atrás.
Más temprano que tarde, la historia les pasará la cuenta. Y esta vez, no habrá disfraz que los salve.