La exministra cubana de Trabajo, Marta Elena Feitó Cabrera, se convirtió en el centro de un verdadero escándalo político —y no precisamente por una gestión ejemplar— sino por unas declaraciones tan absurdas como ofensivas que terminaron pasándole factura, tanto a ella como al propio régimen.
“En Cuba no hay mendigos. Son personas disfrazadas”, soltó la funcionaria sin pestañear en plena sesión parlamentaria. Como era de esperarse, esa frase, que suena más a burla que a política pública, se convirtió en dinamita pura. Las redes ardieron, el pueblo estalló y los medios independientes no perdieron tiempo en desmentir lo evidente: la pobreza en Cuba no solo existe, sino que se respira en cada rincón.
Pero lo que comenzó como una metida de pata monumental a nivel nacional pronto se convirtió en un bochorno de talla mundial. Prensa extranjera de renombre como la BBC, CNN, El País, Al Jazeera, Deutsche Welle o France 24 recogió la noticia, dejando claro que la insensibilidad del régimen cubano ya no se puede disimular ni con el mejor maquillaje revolucionario.
Desde Europa hasta América Latina, los titulares fueron lapidarios. El diario El Mundo ironizó que, según Feitó, los mendigos cubanos “son actores callejeros”. El País dejó caer la pulla de que ni siquiera Díaz-Canel quiso respaldarla en medio del caos económico que atraviesa la Isla. Y CNN subrayó que la indignación no solo vino de la oposición, sino que incluso dentro del oficialismo más cerrado hubo caras largas y molestia.
Las palabras de Feitó reventaron una burbuja: esa que intenta sostener el castrismo con su narrativa oxidada de “igualdad” y “justicia social”. Mientras tanto, el cubano de a pie tiene que inventar cada día para comer, vestir y sobrevivir con salarios que se deshacen ante una inflación galopante. ¿Y la respuesta del régimen? Decir que los mendigos son farsantes.
Por supuesto, ante la presión popular y el eco internacional, el régimen se vio forzado a reaccionar. El martes siguiente, el Noticiero Nacional anunció la “renuncia” de la ministra. Pero todos sabemos cómo funcionan esas renuncias exprés en Cuba: cuando la metida de pata afecta la imagen del sistema, el peón cae… aunque el tablero siga igual.
El escándalo dejó en evidencia lo que el pueblo cubano viene denunciando desde hace años: los altos funcionarios del régimen viven en una realidad paralela, completamente ajena al sufrimiento diario de millones de ciudadanos. Su ceguera, su arrogancia y su desconexión total con la calle han dejado claro que ya ni siquiera saben mentir con estilo.
Medios como France 24 o CTV News lo dijeron sin rodeos: la pobreza en Cuba es visible y duele, y lo que dijo Feitó fue un golpe directo a una población agotada, reprimida y sumida en la miseria. Las imágenes de niños descalzos, ancianos pidiendo limosna, familias buscando comida entre los escombros de un sistema en ruinas, desmienten cualquier intento del castrismo de tapar el sol con un dedo.
Lo peor es que el Parlamento cubano, en vez de reaccionar o cuestionar semejante barbaridad, se mantuvo como un coro de estatuas, aplaudiendo obedientemente, como si no supieran que todo el país los está viendo.
La salida de Feitó no resuelve nada, pero sí revela algo fundamental: el mundo está mirando, y el cuento del “bloqueo imperialista” ya no tapa los horrores que se viven dentro de Cuba. La narrativa oficial está colapsando bajo su propio peso, y cada vez que uno de sus voceros abre la boca, se vuelve más evidente.
El régimen intentó arreglarlo con una renuncia, pero el daño está hecho. La mentira quedó al desnudo, y el costo político de hablar sin alma —como lo hizo Feitó— seguirá pesando sobre un gobierno que se derrumba sin dignidad, mientras su pueblo se empobrece con dolor y rabia.