Bajo el sol abrasador de Camagüey, un hombre de 69 años cayó desplomado mientras pedaleaba su bicitaxi. No iba de paseo, ni ejercitándose para matar el tiempo. Estaba trabajando. Tratando de ganarse unos pesos en un país donde ser jubilado es casi una condena de hambre. Murió en plena calle, sin más testigos que el pavimento ardiente, una patrulla policial y el silencio incómodo de quienes pasan y no quieren mirar.
El hecho, denunciado por el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH), es mucho más que una nota de suceso. Es un retrato descarnado de la miseria en que sobreviven miles de ancianos cubanos, obligados a seguir trabajando porque la pensión que les «otorga» el régimen apenas alcanza para un pan con aceite —y eso, si aparece el pan.
“Un hombre murió hoy, cerca de las 10:30 am, tras recorrer dos kilómetros bajo el sol desde el hospital provincial”, reportó el OCDH en sus redes sociales, junto a una imagen pixelada del cadáver aún montado en el triciclo, vencido sobre el manubrio como si el cuerpo no supiera todavía que el alma ya no estaba.
No hay forma de romantizar esto. No hay consigna revolucionaria que maquille semejante injusticia. Este anciano no murió de viejo. Murió de explotación, de abandono, de una política social que hace tiempo dejó de proteger a los suyos.
Los comentarios en redes sociales explotaron con rabia y dolor. Una emigrada soltó lo que muchos piensan pero pocos se atreven a gritar: “Hasta cuándo los cubanos tenemos que soportar esto. Hasta cuándo, malditos comunistas.”
Otro internauta ironizó con esa tristeza tan cubana que se disfraza de chiste: “Ahora con el aumento a los jubilados mi papá y mi mamá podrán comerse medio huevo cada uno.” Una broma amarga que encierra una verdad desgarradora.
Las pensiones en Cuba son una burla cruel. No alcanzan para cubrir el arroz, ni para el aceite, ni para el transporte, ni mucho menos para las medicinas que necesita un anciano con achaques. Por eso no es raro verlos arrastrando los pies por las calles, vendiendo maní, cuidando baños o pedaleando como si la vida no les estuviera robando el aliento en cada golpe de pedal.
Esta no es la primera vez que pasa algo así. Y tristemente, no será la última. El sistema de seguridad social está colapsado. No hay comida suficiente, ni medicinas, ni descanso para quienes ya cumplieron su tiempo trabajando. La vejez, en lugar de ser una etapa de calma y recogimiento, se ha vuelto una carrera de resistencia para no morir de hambre.
Y mientras tanto, allá arriba, en sus oficinas con aire acondicionado, los que gobiernan siguen repitiendo el discurso de la dignidad y el humanismo. Hablan de una Revolución que no deja a nadie atrás, mientras los viejos se nos caen en las esquinas como hojas secas.
Esta muerte no fue un accidente. Fue un crimen social. Fue una consecuencia directa de un sistema que prefiere invertir en represión que en dignidad. Y cada día que pasa sin que esto cambie, es una sentencia más para miles de cubanos que han dado su vida por un país que ya no les da ni el derecho a morir con dignidad.
El régimen puede seguir disfrazando la miseria con estadísticas y pancartas. Pero la realidad es terca. Y duele.
