En una nueva jugada que huele más a maniobra que a modernización, la Asamblea Nacional del Poder Popular, ese teatro político que no representa al pueblo sino a los intereses de la élite gobernante, aprobó este jueves una reforma al artículo 127 de la Constitución que elimina el límite de edad para postularse como presidente de la República.
Hasta ahora, la ley impedía que alguien mayor de 60 años pudiera aspirar al cargo en un primer mandato. Pero claro, como en Cuba las reglas siempre están hechas para romperse si así lo necesita la cúpula, decidieron borrar de un plumazo ese obstáculo. ¿La excusa oficial? El envejecimiento de la población cubana.
“La medida responde a factores demográficos”, dijeron desde el estrado, como si no supiéramos que lo que realmente buscan es garantizar que el puesto quede disponible para alguien que, aun superando los 60, sea lo suficientemente «leal» a los dogmas del Partido y conveniente para el futuro del poder castrista.
Según la narrativa oficialista, la modificación permite que personas con “plenas facultades”, experiencia comprobada y fidelidad a la Revolución puedan ser consideradas para el cargo, aun si ya dejaron atrás la sexta década de vida. Lo que no dicen es que esto abre la puerta para extender los privilegios de los mismos de siempre, cerrando aún más el paso a un verdadero relevo generacional y democrático.
Todo este “cambio” fue impulsado por el Consejo de Estado, que utilizó su “iniciativa de reforma constitucional”, un mecanismo que —aunque legal según sus propias reglas— se activa únicamente cuando conviene a los intereses del Partido Comunista.
Por supuesto, como es costumbre en este sistema que se disfraza de democracia, la Asamblea Nacional aprobó el proyecto sin cuestionamientos ni oposición alguna. Votación nominal, diputados alineados, y todo un montaje cuidadosamente ejecutado para aparentar transparencia. Pero en la práctica, el pueblo cubano no fue consultado, ni se promovió debate público alguno. La decisión ya venía cocinada desde arriba.
En otras palabras, el régimen vuelve a moldear la Constitución como plastilina, adaptándola a los caprichos del momento. ¿La meta? Mantener el control absoluto sobre el poder, sin importar cuántas reformas sean necesarias para asegurar que los “históricos” o sus herederos sigan decidiendo el destino de once millones de cubanos sin rendir cuentas.
Mientras tanto, la crisis económica, el éxodo juvenil, la escasez y el desencanto popular siguen en aumento. Pero en vez de abrir paso a ideas nuevas o rostros diferentes, el oficialismo prefiere blindarse legalmente para mantenerse aferrado al poder, aunque eso implique traicionar sus propias reglas del juego.
Una vez más, la Constitución cubana demuestra que, en manos del régimen, no es una herramienta de justicia o equidad, sino un instrumento más para legitimar lo ilegítimo.