Más de cuatro meses han pasado y el dolor no da tregua. La cubana Doraiky Águila Vázquez, de 48 años, sigue desaparecida desde el 13 de marzo, y su familia, lejos de rendirse, continúa aferrada a la esperanza y al clamor público, en una lucha desigual contra el abandono del régimen.
La Habana, ciudad de multitudes y de silencios cómplices, no ha arrojado ni una sola pista del paradero de Doraiky. El régimen, como siempre, guarda un silencio sepulcral, mientras la madre de la desaparecida, Maura Vázquez, recorre calles, esquinas y terminales con un cartel colgado al cuello y el corazón hecho pedazos, implorando por su hija como quien busca oxígeno en medio del mar.
El activista Leandro Peña Gutiérrez volvió a encender las redes con una súplica urgente: “No descansaremos hasta ayudar a la mamá de Doraiky”, escribió, llamando a su comunidad digital a compartir el mensaje y amplificar la búsqueda. Y es que en un país donde la voz del pueblo tiene que hacer más ruido que los tambores del poder, la solidaridad digital se ha convertido en el último bastión de justicia.
Desde el primer día, Maura ha clamado por ayuda, tocando puertas que siempre parecen cerradas. Ha pedido a Dios, al pueblo, a los medios, a las iglesias, y al mismo Estado que ahora pretende hacerse el sordo. “Lo imploro de rodillas”, escribió en una publicación que ha sido compartida hasta el cansancio, aunque sin lograr que las instituciones del régimen se muevan un centímetro.
Doraiky es madre de dos hijos y sufre de una condición médica que necesita tratamiento. Tiene tez trigueña, cabello canoso y ojos carmelitas, pero más allá de la descripción física, es un símbolo de todo lo que el sistema cubano prefiere ignorar: una mujer desaparecida sin respuestas, sin partes oficiales, sin rastro y sin voluntad de búsqueda por parte del Estado.
La familia ha tenido que asumir el rol que debería tener el gobierno: pegar carteles, difundir imágenes, tocar puertas y mendigar atención en un país donde la burocracia se mueve más por conveniencia que por humanidad. Mientras tanto, las autoridades continúan de brazos cruzados, sin emitir siquiera un informe público que demuestre que el caso les importa.
En junio, Maura fue clara y contundente: “Responsabilizo al gobierno cubano si a mi hija le pasa algo”. Y tiene razón. Porque si en Cuba existieran protocolos reales para enfrentar desapariciones, si el Estado no estuviera ocupado encubriendo su ineficiencia, tal vez hoy Doraiky estaría en casa con sus hijos.
Su caso, reportado el 15 de marzo en circunstancias que aún nadie ha explicado, ya no es solo una historia de desaparición, sino el reflejo de un sistema roto que prefiere mirar para otro lado mientras una madre camina desesperada con un cartel al cuello. Y en medio de tanta indolencia oficial, solo queda una certeza: el pueblo cubano, una vez más, tiene que hacer el trabajo que le corresponde a un Estado que se niega a proteger a los suyos.
