La madrugada del 20 de julio dejó un mal sabor en los labios de quienes viajaban a bordo de un ómnibus de la ruta P7 en La Habana. El conductor, Yoendri Rivero Sánchez, vivió en carne propia lo que ya se está volviendo el pan nuestro de cada día en la capital: la violencia sin freno y la inseguridad rampante, esta vez dentro de un medio de transporte público.
“¡O paras o te mueres!”, le soltó sin pelos en la lengua un pasajero que, cuchillo en mano, lo amenazó en pleno viaje. Un momento de puro pánico que hizo que varios pasajeros se lanzaran del ómnibus como pudieron, con el corazón en la boca.
Yoendri, rápido de mente, aprovechó un descuido del agresor, cerró las puertas y puso pies en polvorosa directo a la Novena Unidad de Policía, donde denunció lo sucedido. En el mismo paradero del Cotorro, tras revisar el vehículo, los oficiales hallaron el arma blanca escondida, una prueba clara de lo grave del asunto. Como si fuera poco, una de las puertas del ómnibus terminó rota en medio del caos, dejando el transporte fuera de servicio por horas.
Y aquí no acaba la cosa. Este hecho no es algo aislado ni un mal día cualquiera. La violencia en el transporte público habanero va en aumento, especialmente de noche, cuando reina la oscuridad… y la impunidad. Según las autoridades locales, ya han ocurrido hechos parecidos en rutas como la A42 y la P11. Aunque en algunos casos han logrado capturar a los responsables, la realidad es que el miedo ya se monta con los pasajeros cada noche.
Esto es apenas otro reflejo de la descomposición social que se vive en Cuba, alimentada por la pobreza, la desesperanza y un régimen incapaz de garantizar lo básico: seguridad para su gente. Ya ni el transporte público, que de por sí es escaso y mal gestionado, puede ofrecer un mínimo de tranquilidad.
Mientras el aparato estatal sigue obsesionado con controlar opiniones y discursos, las calles —y ahora también los ómnibus— se han convertido en terrenos peligrosos donde cualquier cubano puede ser víctima. ¿Y las soluciones? Bien gracias. Aquí lo que abunda no son los patrulleros ni los recursos para prevenir la violencia, sino las consignas vacías y los discursos reciclados.
Cada nuevo hecho como este confirma que la revolución prometida hace décadas terminó en ruinas, y los cubanos están pagando el precio con miedo, con frustración y, a veces, con la vida.