Cuando cae la tarde en algún rincón olvidado de la costa cubana, María, una anciana de más de 70 años, se adentra sola en el fango, como si la vida le exigiera todavía una última pelea. No va en plan de paseo ni a buscar conchas pa’ adornar la sala. Va a lo suyo, con una cubeta de más de 10 litros colgando del brazo, con la esperanza de que ese día las jaibas y cangrejos no se escondan tanto.
Con su cuerpo ya gastado por los años y las carencias, María no conoce el descanso que debería llegar con la vejez. Cada amanecer es una nueva batalla, un ejercicio de pura supervivencia en una isla que ha dejado a su gente mayor completamente a la deriva. Sin ayuda, sin pensión digna, sin familia. Solo con su fe y el impulso de no rendirse.
Food Monitor Program (FMP) sacó a la luz esta historia como parte de su alerta sobre el crecimiento de prácticas extremas de subsistencia entre los más vulnerables. Y vaya si lo es: María vive a unos 800 metros del mar, y su rutina arranca buscando sobras de pescado que le sirvan de carnada. Luego lanza el engobe al agua, reza bajito y espera. A veces pesca algo, otras se regresa con el cubo vacío y el estómago igual.
Y no es solo el hambre lo que la empuja, también la inseguridad. Si se le hace tarde, tiene que volver sola por caminos oscuros y peligrosos, donde más de un asalto ha ocurrido. Aun así, María no se detiene, porque en Cuba, si no te buscas la vida, no la vives. “Soy mi propia ayuda”, confesó a FMP. Una frase que cala hondo porque, en esta Cuba rota, la autosuficiencia es una condena, no una virtud.
La pesca de jaibas no es ningún chollo. Es dura, inestable y hasta peligrosa. El precio del kilo de masa fluctúa entre 400 y 800 pesos, pero pocas veces se alcanza esa cantidad. Y aunque se logre, apenas da para un par de cosas en la bodega o el agro, donde los precios ya ni se entienden ni se sostienen.
Y no, lo de María no es un caso aislado. FMP lo dejó bien claro: es el reflejo de un país que empuja a sus ancianos a los márgenes, a buscar en la naturaleza lo que el Estado les niega. Las políticas públicas como el pomposo “Sistema Nacional para el Cuidado Integral de la Vida” se quedan en el papel. Puro discurso, sin soluciones reales, sin acción concreta.
En los barrios costeros, la orilla del mar se ha vuelto el último refugio. Pero ni siquiera ese recurso aguanta para siempre. Con la edad, la enfermedad y la falta de fuerzas, ni el mar se puede pescar.
Y si la historia de María duele, no es la única. Ahí está el caso de un profesor universitario jubilado que, con todos sus títulos y años de servicio, hoy vende cigarros y café en su cuadra para poder comer algo decente. Su pensión estatal, como la de tantos otros, no alcanza ni para una comida al día. Vive del invento, del trueque, del favor del vecino. Una vergüenza para un país que presume de justicia social en la propaganda, pero abandona a sus viejos en la práctica.
En Santiago de Cuba, otra abuela resiste con sus nietos los apagones interminables, cocinando con leña, alumbrándose con velas, resolviendo con lo que tenga a mano. La casa es un horno sin luz ni comida suficiente, y aún así ella sigue, porque en este país, las abuelas se han convertido en guerreras sin escudo.
Y mientras tanto, el régimen se escuda en sus cifras falsas. Anuncian aumentos de pensión que no alcanzan ni para un pan con algo. Un economista independiente ya les tiró por tierra esa mentira, dejando claro que esos “incrementos” son solo maquillaje para una inflación que devora sin piedad a los más pobres.
La vejez en Cuba ya no es descanso ni merecida calma. Es sinónimo de abandono, de olvido institucional, de una vida que se estira por pura voluntad propia y no porque haya apoyo real. Los ancianos de este país, como María, son la prueba viviente del fracaso de un sistema que hace mucho tiempo dejó de proteger a su gente. Y mientras no cambie lo esencial, seguirán saliendo al mar, al sol y al fango, buscando con sus manos lo que un gobierno sin alma les ha quitado.