Yelenis Pérez, una cubana que lleva más de tres décadas echando raíces en Estados Unidos, acaba de recibir un golpe que le revolcó la vida entera. Con hijos, nietos, un trabajo estable en la Universidad de Tampa y todo un camino andado fuera de Cuba, pensó que ya había dejado atrás la pesadilla. Pero el pasado 14 de julio, en una cita rutinaria con Inmigración, el sistema le recordó lo frágil que puede ser todo para quien vino huyendo de una dictadura.
Ese día, en vez del habitual papel que debía firmar cada año, le entregaron una orden que cayó como un mazazo: tiene 90 días para irse del país. Ni más ni menos. “Lo único que me dijeron fue: preséntese el 14 de octubre con pasaje y pasaporte. Usted tiene que irse”, contó a Noticias Tampa Hoy, aún temblando.
Y aquí viene el drama: el pasaporte cubano está vencido, y si algo sabemos los cubanos es que actualizar ese documento no es cosa de días. Desde el consulado le soltaron que el proceso puede tardar hasta un año. “No sé a dónde me van a mandar. ¿Si llego sin pasaporte, qué pasa? ¿Dónde termino?”, se pregunta con angustia.
Yelenis ha trabajado por 27 años limpiando pisos en la universidad. Nunca se ha escondido ni ha fallado a sus citas. “Solo pido quedarme aquí, aunque sea bajo supervisión. Nunca le he fallado a este país”, suplica con la voz quebrada.
Pero más allá del miedo legal, hay un dolor más grande: la posible separación de su familia. Sus hijos y nietos nacieron en EE.UU. y ahí es donde ella ha construido su mundo. “Mi vida cambió completamente. Ya no soy yo. ¿Qué será de ellos? ¿Y de mí?”, se pregunta sin consuelo.
Aunque desde abril el régimen cubano permite la entrada de sus ciudadanos con pasaportes vencidos, Yelenis lo tiene clarísimo: no quiere regresar a la isla. “Allá no tengo nada. Ni casa, ni familia. ¿Para qué voy a volver? ¿A morirme de hambre?”
En este enredo legal hay un punto crucial: ¿por qué nunca pudo regularizarse? La Ley de Ajuste Cubano permite a muchos obtener la residencia después de un año y un día en EE.UU., pero no es automática. Solo se aplica si el cubano fue “inspeccionado y admitido o puesto en libertad condicional” al llegar al país. Yelenis, al parecer, entró por una vía que no le otorgaba ese estatus o quizás quedó atrapada en una orden de deportación que se postergó, como tantas veces pasa por errores legales, falta de ayuda o por las vueltas torcidas del sistema.
Aunque la Ley de Ajuste sigue viva, está encajada en la infame Ley Helms-Burton, y su aplicación depende de cada caso. La reciente cancelación de programas como el parole humanitario y la reunificación no anulan esta ley, pero sí han provocado un despelote de confusión entre quienes aún intentan acogerse a ella.
Desde que Donald Trump volvió a la presidencia en enero, las cosas se han puesto color hormiga para los inmigrantes. Su gobierno ha desempolvado una estrategia de deportaciones masivas, con el objetivo de sacar un millón de personas al año. El propio director interino del ICE, Todd Lyons, lo dijo sin rodeos: “Si encontramos a alguien ilegal, lo detenemos, tenga o no antecedentes”.
Y para echarle más leña al fuego, ahora también van detrás de las empresas que contraten a indocumentados, con la intención de apretar las tuercas al trabajo informal y al abuso laboral.
Así que Yelenis, como tantos otros cubanos atrapados entre dos sistemas que los maltratan, se encuentra en tierra de nadie. De un lado, un régimen represivo al que no quiere volver ni muerta. Del otro, un país que, aunque le dio hogar y trabajo por años, hoy le cierra la puerta sin mirar atrás.
Y mientras tanto, su voz se alza, firme pero herida: “Solo quiero quedarme. No tengo a dónde ir”.