María creyó en la Revolución. Pero la Revolución no creyó en ella. Hoy, con 80 años a cuestas, arrastra un saco por las calles de La Habana buscando entre la basura lo que la vida —y el Estado— le negaron por completo. Su historia, contada por Food Monitor Program, es apenas una muestra desgarradora del colapso del sistema de protección social cubano, ese que alguna vez prometió dignidad para todos y ahora condena a sus propios hijos al abandono y la miseria.
María nació en el centro del país, hija de un obrero del azúcar y una campesina, y se crió entre campos y escuelitas rurales. Con solo 15 años, subió a la Sierra Maestra como alfabetizadora, desafiando no solo las montañas, sino el machismo de una época que no entendía cómo una muchacha podía andar sola, con pantalones y rodeada de hombres. Eran tiempos de ilusiones, de promesas grandes… y de engaños mayores.
Le dijeron que los maestros voluntarios podrían estudiar lo que quisieran, pero eso nunca se cumplió. A falta de opciones reales, terminó estudiando Magisterio por pura necesidad. Dedicó más de 30 años a formar generaciones en primarias, secundarias y escuelas vocacionales, hasta que un cáncer de mama la obligó a retirarse a finales de los 80. Su jubilación: una pensión mínima de apenas 130 pesos cubanos.
Luego vino lo peor: el Período Especial la tumbó sin piedad. Su hermano, alcohólico y desempleado tras el cierre del central azucarero, se quitó la vida bebiendo alcohol de madera. María, ya enferma, comenzó a trabajar vendiendo estropajos y bisutería, acompañando a un vecino ciego. Así sobrevivía, como podía, cerca del hospital oftalmológico Pando Ferrer.
Pero la vejez, el olvido del Estado y el hambre la empujaron al fondo del abismo. Terminó hurgando entre los latones de basura en zonas como El Vedado o Miramar. Se convirtió en «buza», recogiendo lo que otros desechan, intentando salvarse entre restos, cartones y miserias. La peste, la discriminación y el infierno de los albergues estatales la terminaron de echar a la calle.
Hoy, lo que arrastra no es solo un saco con latas vacías. Es la carga brutal del abandono institucional, de un sistema que le falló desde el primer día. Sobrevive en silencio, sin esperanzas, con una pensión miserable de 1,528 pesos que, según el régimen, pronto “mejorará” a 3,000. Una burla, cuando ni siquiera alcanza para comprar arroz y huevo.
Mientras tanto, la exministra de Trabajo, Marta Elena Feitó, se atrevió a decir en televisión que en Cuba no hay mendigos, solo “personas disfrazadas que no quieren pagar impuestos”. Una frase cruel, que destila desprecio e hipocresía, tan típica del aparato estatal. Porque si algo sobra en este país son rostros como el de María, ahogados en pobreza, mientras los de arriba siguen prometiendo lo que nunca han dado.
Y ella no es la única. Desde Cienfuegos hasta Santiago, miles de ancianos enfrentan el mismo infierno: pensiones irrisorias, hambre crónica, apagones, medicamentos ausentes y un gobierno que no los ve ni los oye. Una señora duerme frente al mar en un colchón roto, comiendo arroz sin sal. Otra recoge leña para cocinar porque el gas se acabó hace meses. Una abuela dijo con todas sus letras: “ni cuando Batista pasamos tanta hambre”, dejando en evidencia el fracaso rotundo del socialismo cubano.
Tampoco se salva el intelecto. Un científico de más de 80 años, que durante décadas trabajó en tecnologías médicas usadas en hospitales, hoy tiene que vender café por las calles para poder comer. Nunca recibió una pensión digna, ni reconocimiento, ni nada. Solo el olvido.
Juan Bautista, otro de tantos, fue maestro de Ciencias Naturales durante 40 años y compuso música para las escuelas. Hoy rebusca cartones entre los basureros, sin familia que lo respalde y sin el menor apoyo del Estado.
La generación que construyó este país está siendo devorada por el mismo sistema que juró protegerla. Lo que antes llamaban “justicia social”, hoy es sinónimo de ruina. Y lo peor: al régimen ni le importa.
Cada historia como la de María es una herida abierta. Una prueba irrefutable de que el proyecto revolucionario se pudrió por dentro. Y quienes creyeron en él, como ella, ahora solo esperan sobrevivir un día más. Sin fe, sin recursos, y sin que nadie responda por tanto abandono.