La escena es casi de película, pero en Cuba ya se ha vuelto parte del guion cotidiano. Una mujer, devastada, se entera de que su bodega fue asaltada la noche anterior. El golpe emocional fue tan fuerte que no pudo evitar el llanto, la rabia y, sobre todo, la culpa por no haber recogido antes las últimas libras de arroz que le tocaban por la libreta. Para ella, ese arroz se fue con el ladrón y no volverá jamás.
Y no está tan equivocada. El periódico oficialista Sierra Maestra, en un artículo con título cínico —La bodega es asunto de todos— dejó claro que la Empresa de Comercio no repondrá ni un grano de lo que se pierda en estos robos. Así que el mensaje es clarito: si te duermes y no recoges a tiempo, te quedaste sin comida. Así de cruel y directo.
La advertencia ha corrido como pólvora entre una población que ya vive con el alma en vilo. En un país donde lo poco que llega es gracias al racionamiento, perder tus mandados es perder el mes. Y en medio de una economía en ruinas, los robos a las bodegas no han hecho más que aumentar. No solo porque hay quien se dedica a saquear lo ajeno, sino porque el régimen no garantiza ni una mínima seguridad en esos puntos de distribución.
Desde la prensa oficial le echan el muerto a la gente: hay que estar al tanto, recoger todo al momento, y si puedes, que un vecino autorizado por el Plan Jaba lo haga por ti. Además, piden que la comunidad se organice para cuidar lo que el Estado no puede proteger. O sea, en lugar de reforzar la seguridad, quieren que el pueblo se convierta en vigilante de su propia miseria.
Este llamado al «esfuerzo colectivo» no es más que otro parche mal pegado para tapar la ineficiencia del sistema. En vez de asumir su responsabilidad, el régimen reparte culpas y lanza apelaciones emocionales para manipular a una población agotada. Hablan de “conciencia social” y “solidaridad”, pero la realidad es que la comida está en la cuerda floja y nadie sabe cuándo se cae.
Y mientras tanto, los casos se acumulan. En La Habana, hace unas semanas, una trabajadora fue golpeada brutalmente durante un asalto a una bodega. Poco después, dos administradores fueron atrapados robando dentro de sus propias unidades. Sí, los mismos que debían custodiar los alimentos, ahora se los están llevando por la puerta trasera. Es el colmo, pero también es el reflejo de un sistema podrido por dentro, sin control ni moral.
Todo esto ha generado una angustia colectiva: ya no se teme solo a los ladrones de afuera, sino también a los que llevan el uniforme del Estado. Porque si el régimen no puede ni cuidar un saco de arroz, ¿qué se puede esperar de ellos en lo demás?
Incluso la ministra de Comercio Interior —con una sinceridad poco habitual en un cargo de la dictadura— admitió que no tienen recursos, ni estructura, ni vigilancia suficiente para frenar la crisis. En lugar de dar respuestas concretas, reconoció el fracaso con palabras bonitas, como si eso llenara el plato de alguien.
Así estamos: sin luz, sin arroz y sin garantías. Pero con mucha propaganda y consignas vacías. Mientras tanto, la bodega, esa vieja institución del reparto racionado, se convierte en otro símbolo del colapso del modelo castrista, donde todo lo que tocan, lo destruyen.