En un país donde la realidad golpea con fuerza a diario, el régimen cubano volvió a montar su ya gastado espectáculo de «unidad revolucionaria». Esta vez fue en Ciego de Ávila, durante el acto por el 72 aniversario de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, con el regreso al escenario político del ya casi centenario Raúl Castro.
A pesar del cansancio popular, no faltaron las declaraciones televisivas que parecen sacadas directamente del guion de la propaganda oficial. Una mujer, visiblemente emocionada, aseguró que fue “maravilloso ver a Raúl” y que el pueblo avileño “dio muestras de lealtad a la Revolución”. Frases repetidas que ya pocos se creen, pero que siguen adornando los noticieros como si estuviéramos en los años 70.
Otra entrevistada también celebró la presencia del anciano militar, como si su aparición resolviera el hambre, la falta de luz o los cientos de presos políticos. Pero la realidad nacional desmiente cada palabra de esos testimonios cuidadosamente seleccionados por la televisión estatal.
Mientras en el estrado los rostros de siempre —Raúl Castro, Ramiro Valdés y Machado Ventura— trataban de proyectar fuerza, afuera la gente sobrevive entre apagones eternos, colas infinitas, inflación desbocada y una represión que no da tregua. La foto del acto parecía más un retrato de museo que una escena política viva.
La cúpula del poder en Cuba se sigue aferrando al mando con manos temblorosas y discursos huecos. La supuesta celebración del 26 de julio terminó siendo una postal caduca de un sistema que ya no convence ni a sus propios actores.
Mientras Manuel Marrero soltaba frases rimbombantes como “la dignidad nacional no es negociable” —sin explicar quién define esa dignidad ni por qué se traduce en miseria—, prometía que los grandes problemas del país se resolverán “en 2026”. Una promesa sin plan, sin base y, sobre todo, sin credibilidad.
En las calles, mientras se apagaban las luces del acto, millones de cubanos seguían a oscuras, literal y metafóricamente. Gente sin corriente, sin comida, sin medicinas, y sin esperanza de que los responsables del desastre se hagan a un lado.
Para muchos activistas y ciudadanos comunes, este evento no fue un homenaje al pueblo cubano, sino una oda a una estructura de poder envejecida y desconectada, que sigue aferrada al sillón mientras el país se desmorona a su alrededor.
La reaparición de Raúl no generó orgullo. Generó lástima, molestia y, sobre todo, la confirmación de que el régimen cubano se ha quedado sin futuro y sin discurso.