En el parque Las Arcadas, en Santa Clara, casi todos los jueves al caer la tarde, ocurre una escena que parte el alma: un grupo de ancianos espera ansiosamente la llegada de una motoneta que trae comida solidaria. Para muchos de ellos, esa será la única comida decente del día. A veces un caldo de pollo con viandas, otras veces, si hay suerte, un poquito de carne o picadillo, lujos que en la Cuba de hoy resultan inalcanzables hasta para quienes lo dieron todo trabajando durante décadas.
José, con 82 años encima, se aparece religiosamente por el parque. Pide dos raciones, una para él y otra para su esposa, que ya no puede ni salir de casa. Avergonzado, pide que no le tomen fotos. “Tengo un hijo en otra provincia y no quiero que me vea así, mendigando comida”, dice mientras sorbe el caldo directamente del vaso. Este hombre fue especialista principal en Economía. Hoy sobrevive revendiendo cuchillas y cigarros, lo que le donan algunos vecinos con pena.
Del trabajo profesional a la mendicidad callejera
La realidad que vive José no es un caso aislado. Basta con darse una vuelta por el centro de Santa Clara para darse cuenta de cómo los viejos del país han sido tirados al abandono por un sistema que los exprimió hasta secarlos. Gente que fue ingeniera, maestra, técnico o veterinario ahora anda vendiendo chucherías bajo el sol, aguantando dolores en las piernas, buscando latas en los latones o haciendo cualquier “bisne” para no morirse de hambre.
La prensa oficial, tan acostumbrada a disfrazar la tragedia, prefiere hablar de “reinsertados en centros estatales” y de “modos de vida ilegales”. Marta Elena Feitó, exministra de Trabajo, se atrevió a llamar “ilegales del trabajo por cuenta propia” a estos ancianos que recogen materias primas. Como si su situación fuera una elección y no una condena impuesta por un Estado que no cumple ni con lo más básico: garantizar una vejez digna.
La provincia más vieja, el abandono más brutal
Villa Clara es la provincia más envejecida de Cuba. Pero aquí no hay estadísticas que valgan para explicar lo que se ve: viejos cargando sacos, vendiendo pomitos de cloro, arreglando zapatos con hilo reciclado de los sacos de arroz. Como Alex y Arturo, que cosen suelas en plena calle con las manos llenas de heridas. “Estamos aquí hasta las cinco de la tarde, cosiendo lo que aparezca”, cuenta uno de ellos, que además hace custodio algunos días.
Otros, como Julián Marrero, venden cintos que antes fabricaban ellos mismos. Pero ya la vista falla, la fuerza no alcanza. Su pensión apenas roza los 2.000 pesos, lo que no da ni para comprar un pomo de aceite. “Hoy no he vendido ninguno”, dice, sin perder la esperanza aunque con el rostro marcado por la fatiga.
Del parque a los basureros: la rutina del abandono
Ángel, con casi 80 años, camina kilómetros vendiendo tabaco y maicena. Dice que a su edad ya debería estar leyendo el periódico en un banco, pero la vida le exige otra cosa: cargar bultos y buscarse el peso. La escena se repite cada mañana en la zona entre la terminal de buses y el Parque Vidal, donde se pueden contar decenas de ancianos famélicos, con la piel pegada al hueso, vendiendo cualquier cosa que otros les encargan.
Gente como Emiliano, Domingo o Bernardo, todos con historias similares: años de servicio al Estado, y ahora sobreviven en condiciones que rayan en lo infrahumano. El régimen les prometió una vejez tranquila, pero los dejó tirados como si nunca hubieran existido.
Silencio oficial, culpa a la familia
Cuando los medios del régimen se atreven a tocar el tema, casi siempre culpan a los hijos. Que si los dejaron solos, que si no los atienden… Una narrativa cobarde que oculta el verdadero problema: un Estado incapaz de garantizar la más mínima seguridad social. Mientras en el noticiero hablan de planes y logros, en la calle hay doctores, científicos y obreros retirados vendiendo café, maíz, cuchillos reciclados y pomos de miel. Muchos, como Marcelino, tienen que echar mano a la creatividad para fabricar utensilios y revenderlos en la acera.
Silvio Venegas, zapatero ambulante con menos de 65 años, vive durmiendo en bancos de la terminal vieja. Dice que fue alcohólico y que lo único que tiene es lo que lleva puesto. “Yo no robo, pero a veces no tengo ni un kilo y tengo que comer lo que la gente bota en la calle. Un día de estos me voy a morir por ahí, y a nadie le va a importar”, suelta con una mezcla de resignación y rabia.
Una vejez secuestrada por la miseria
Cuba envejece rápido. Pero más rápido envejecen quienes lo dieron todo por una revolución que les prometió justicia y les dejó miseria. La tercera edad en la isla no es sinónimo de descanso, sino de lucha diaria. De hambre, de abandono, de tener que rebajarse a lo que sea para sobrevivir.
Y mientras tanto, los que mandan viven en mansiones, viajan en carros modernos, hacen fiestas con langosta y whisky importado. La distancia entre el pueblo y el poder es tan grande, que los viejos no solo están olvidados, sino completamente desechados.