En el corazón de Jagüey Grande, Matanzas, una verdad brutal e incómoda sale a la luz: el supuesto Centro de Protección Social no es más que un almacén de seres humanos olvidados, un purgatorio donde la vida se suspende entre el abandono, la suciedad y el silencio.
El reportaje “Habitantes del polvo (II): La tierra que nunca fue prometida”, de los periodistas Humberto Fuentes Rodríguez y Guillermo Carmona Rodríguez, no deja espacio a dudas: el Estado cubano ha convertido a sus ciudadanos más vulnerables en fantasmas, atrapados en un lugar sin promesas ni esperanza.
El centro funciona en lo que fue una escuela al campo, el edificio AG-37, ruinoso exhospital del plan citrícola. Allí sobreviven ancianos solos, personas con discapacidades físicas y mentales, y otros recogidos de la calle sin explicación ni derechos. Muchos no reciben atención médica, ni visitas, ni siquiera un trato digno. Viven entre colchones sin sábanas, techos que amenazan con caerles encima, y pasillos que huelen a olvido.
Elioel Peña, administrador desde la pandemia, lo reconoce sin tapujos: no hay médicos permanentes, no hay aseo, no hay ayuda institucional. La comida, cuando llega, viene con suerte y sin garantías. “Hay días que ni el plato fuerte aparece”, confesó.
El panorama es desolador. Personas ciegas, enfermas, sin tratamiento ni acompañamiento. Vidas rotas a las que nadie les ha dado una explicación ni una alternativa. Muchos de ellos llevan allí más de los 90 días permitidos por la ley. Algunos, como “El Máquina”, un exatleta de la preselección nacional de pelota vasca, arrastra trastornos psiquiátricos y lleva dos años esperando por una solución habitacional que nunca llega.
Otros internos, como Alexis, Lesme o Rolando Ezequiel, comparten cuartos improvisados con pomos de agua al pie de la cama, en un silencio que dice más que mil discursos oficiales. Promesas van, promesas vienen, y todo sigue igual o peor.
La única acción visible por parte del Estado fue una visita gubernamental en mayo. Pero, según consta en el libro de incidencias, ni una palabra, ni una mirada. Pasaron como sombras por el pasillo, sin cruzar una frase con los internos. ¿Así es como el régimen cuida a su pueblo?
Y lo más indignante: a solo kilómetros, en Cárdenas, el contraste es brutal. Allí sí funciona un centro con médicos, atención, limpieza y coordinación entre instituciones. ¿Qué lo hace posible? Simple: voluntad política y responsabilidad real, cosas que en Jagüey Grande brillan por su ausencia.
Desde hace años se viene prometiendo un centro similar para la ciudad de Matanzas. Se han aprobado presupuestos, se han hecho planes, se han soltado millones… pero no se ha construido ni una pared. Para colmo, en 2025 ni siquiera aparece en el plan económico del régimen, lo que confirma que no tienen ni la menor intención de cumplir.
Mientras tanto, los olvidados de Jagüey siguen allí, atrapados en un limbo sucio y triste, mientras los de arriba hacen malabares con cifras, discursos vacíos y propaganda hueca. Lo más cercano a una “solución” es un local tomado por familias ilegales y otro bajo el control de una empresa militar. Pura cortina de humo.
La frase de Rolando Ezequiel, uno de los internos, lo resume todo con una lucidez estremecedora: “No se puede confiar en lo que se ve, ni en lo que se oye. Todo es ilusionismo.”
En Cuba, donde la miseria se esconde debajo de discursos triunfalistas, este centro es una herida abierta que el régimen no quiere ver. Pero mientras sigan muriendo lentamente los que no tienen voz, no habrá revolución que valga, ni socialismo que se respete.
La construcción de un centro digno en la capital provincial no es un favor, es una deuda moral, legal y humana. Y esa deuda, el régimen, la sigue ignorando con la misma indiferencia con la que deja caer las ruinas sobre su gente.