En Santiago de Cuba, en medio de mármol importado y plantas bien colocadas, descansa el monumento funerario más propagandizado del país: un enorme bloque de granito, bautizado como “monolito”, que guarda las cenizas del dictador Fidel Castro. Todo el montaje parece un trasplante directo del culto soviético, pero con acento oriental y escenario en el cementerio de Santa Ifigenia.
El escultor Antonio Matos Díaz, autor de la pieza, no disimula su devoción al caudillo. En entrevista con la Televisión Cubana, aseguró que “lo ve todos los días” y lo imagina eternamente victorioso, como en aquel 1º de enero de 1959 cuando proclamó la “fortaleza” de la revolución. La escena, más que un testimonio artístico, suena a confesión de fe, como si el granito fuera un oráculo y no la tumba de un gobernante que marcó décadas de represión.
Para Matos, esa mole de 24 toneladas es un “altar sagrado de la patria”, y esculpirla fue una “misión histórica” encargada a “dos hijos humildes”: él, nacido en Sagua de Tánamo, y su ayudante. En vísperas del 99 cumpleaños del líder de la llamada revolución, la prensa oficial cubana no escatima en frases almibaradas para alimentar el culto.
La obra fue ordenada por Raúl Castro y vigilada por figuras como Juan Almeida y Eusebio Leal. El proyecto se mantuvo bajo absoluto secretismo: Matos trabajó seis años encerrado en un área restringida, tallando piedra extraída de la Gran Piedra. Ni su familia sabía qué hacía. Según el guion oficial, el monumento “perdurará para toda la vida”, como si el mármol pudiera blindar una versión única de la historia.
Alrededor de la “roca eterna” se ha montado todo un ritual: guardias de honor con relevos cada media hora, música solemne compuesta por Almeida y una atmósfera casi litúrgica. Aunque el cementerio también guarda los restos de Martí y otros héroes de verdad, la tumba de Castro se lleva la mayor parte del protagonismo, atrayendo peregrinajes, lágrimas y discursos que mezclan independencia y revolución en una misma narrativa propagandística.
Matos cuenta que la muerte del dictador lo sorprendió recién operado de una hernia, pero que, aun así, acudió a colocar la tapa de mármol verde guatemalteco con el nombre “Fidel” en letras doradas. El conjunto se adorna con mármol crema de Bayamo, piedras de ríos vinculados a la guerrilla y jardineras con café y helechos de la Sierra Maestra. Todo un despliegue simbólico para perpetuar un relato oficial que pretende pasar de generación en generación.
Y en medio de ese culto petrificado, el escultor asegura que sigue “hablando” con el ausente: cada vez que termina un trabajo, le pregunta mentalmente, “Comandante, ¿qué más me toca hacer?”. Así, entre solemnidad, control ideológico y devoción acrítica, la roca permanece inamovible… igual que el discurso que la protege.