En la Cuba de hoy, llenar el plato se ha vuelto un lujo que millones no pueden permitirse. La crisis alimentaria no solo vacía los estómagos, sino que mina la salud, el desarrollo y las defensas del cuerpo. Cada día, más familias enfrentan lo que los expertos llaman “hambre oculta”: no se trata solo de comer menos, sino de comer mal, con una dieta pobre en nutrientes y dominada por productos baratos y ultraprocesados como el picadillo de dudosa procedencia o las salchichas de sobre, en vez de proteínas frescas como pescado o carne de res.
El Food Monitor Program (FMP) encendió las alarmas: la mesa cubana está cada vez más vacía de calidad y llena de repetición. Según sus cálculos, dos adultos en La Habana necesitan más de 41 mil pesos al mes para cubrir una dieta apenas decente. Esa cifra es un golpe directo a la realidad: equivale a casi veinte salarios mínimos o a lo que un jubilado recibiría en dos años. Ni soñando con estirar el peso se alcanza a cubrir lo básico.
Durante seis meses, el FMP evaluó casi treinta productos de distintos grupos alimenticios, tanto en las redes estatales como en las privadas. El resultado fue desolador: incluso priorizando lo más barato, la canasta básica sigue fuera del alcance de la mayoría. No se trata de escoger qué comer según costumbres o necesidades nutricionales, sino de conformarse con lo que el Estado deje vender o lo que el mercado imponga a precios de infarto.
El informe es claro: en Cuba, comer bien no es un derecho, es un privilegio. El gobierno ha dejado, de facto, la responsabilidad de alimentarse en manos del mercado informal y del esfuerzo individual, abandonando su papel de garante. En este contexto, no extraña que un número creciente de cubanos apenas logre hacer una comida al día, mientras la inflación y la escasez los acorrala.
La situación en la cocina de los hogares tampoco pinta mejor. Más de nueve millones de personas cocinan con limitaciones severas: poco combustible, equipos rotos o inexistentes y condiciones precarias. Esto no solo reduce la variedad de lo que se puede preparar, sino que limita la forma misma en que se cocina. Una de cada cuatro personas se acuesta sin cenar, un dato que retrata con crudeza cómo el hambre dejó de ser un episodio aislado para convertirse en rutina.
Muchos comparan este escenario con el Período Especial, pero la diferencia es que hoy hay menos respaldo estatal, más dependencia del mercado negro y un racionamiento que apenas sobrevive como un mal chiste. Lo que antes parecía una crisis temporal se ha convertido en una realidad estructural de exclusión, desigualdad y abandono. En la isla, alimentarse dignamente ya no es una cuestión de derechos, sino una batalla diaria que la mayoría está perdiendo.