En la Cuba de hoy, donde la gente mide el tiempo entre apagones y calcula si la comida aguanta o se echa a perder antes de llegar al plato, la élite del poder se reunió en Birán para rendirle culto al que consideran su santo patrón: Fidel Castro, el hombre que dejó la Isla en la ruina y al que pretenden celebrar como si todavía fuese el salvador de la patria.
Allí apareció un Raúl Castro envejecido y tambaleante, acompañado de Miguel Díaz-Canel y toda la comparsa del Partido Comunista, para presidir el acto central por el 99 cumpleaños del dictador. El lugar, la Casa Natal de la familia Castro-Ruz, hace rato fue convertido en un altar de propaganda, un santuario donde se reza la religión oficial del castrismo.
Entre discursos empolvados y puro teatro político, lanzaron el Programa Conmemorativo por el Centenario, un plan cargado de actividades bajo el eslogan “Cien años con Fidel”. Todo está pensado para adoctrinar a los más jóvenes en una fe comunista que, en la realidad de la calle, está tan desgastada como los zapatos de quienes hacen cola diaria para comprar pan.
Roberto Morales, secretario de Organización del PCC, soltó que la idea es “traerlo al presente y continuar el camino que nos trazó”, involucrando a toda la sociedad —sobre todo niños y jóvenes— en lo que él llama una “gran movilización política”. Según su guion, esto reforzará “la obra revolucionaria que él nos legó”, aunque para el pueblo esa “obra” signifique escasez, represión y miseria.
Con tono de sermón, Morales insistió en que “todas las instituciones y comunidades” harán suya la celebración, llenándola de “patriotismo, belleza y simbolismo”. Palabras bonitas para disfrazar lo que no es más que otro capítulo del culto a la personalidad, una de las pocas industrias que el régimen todavía maneja con eficiencia.
Ni siquiera las frases inflamadas de Díaz-Canel, describiendo a Fidel como un “guía eterno, como en la Sierra o en Girón”, logran ocultar la verdad: Cuba atraviesa una de las peores crisis de su historia, y la juventud lo que quiere es irse, no “mantener encendida la llama de la Revolución”.
En las redes, cada intento de glorificar al comandante se estrella contra una muralla de comentarios que lo relacionan con apagones, hambre, colas interminables, hospitales desabastecidos y represión política. Pero el gobierno sigue terco, aferrado a un relato heroico que ya no convence ni a los suyos.
Así, mientras el país se hunde entre penurias materiales y promesas podridas, Birán se convirtió en el escenario de una misa política para invocar a un fantasma. Uno que, para la mayoría de los cubanos, no es símbolo de esperanza, sino la raíz misma de la pesadilla nacional.