El actor cubano Alejandro Cuervo volvió a ser tema de conversación en su paso por Estados Unidos. Con lágrimas en los ojos, confesó en una entrevista que en su casa en Cuba no tenía planta eléctrica. Según dijo, no se trataba de falta de dinero, sino de un gesto de “solidaridad” con los vecinos que no podían darse ese lujo.
La historia sonó bonita para las cámaras, pero la realidad la desmiente con fuerza. Muchos lo calificaron de pura hipocresía, y lo cierto es que no les falta razón.
Días después, el propio Cuervo publicó en sus redes un video mostrando su rutina en La Habana, aunque terminó borrándolo al poco tiempo. El material dejaba ver un estilo de vida bien distinto al de la mayoría de los cubanos: su esposa trabajando en una juguetería que ambos regentan, él pasando revista a las “Charcuterías Cuervo”, negocios propios que, a simple vista, hablan de un nivel económico muy por encima de la media en la Isla.
El recorrido continuaba con Cuervo subiendo a su carro de lujo y moviéndose con total comodidad por una ciudad donde el cubano de a pie apenas puede costearse el pasaje en una guagua. Mientras el pueblo aguanta apagones de más de diez horas, escasez crónica y salarios que no alcanzan ni para cubrir lo básico, él mostraba un día a día de privilegios.
La contradicción es demasiado evidente. ¿Cómo se puede hablar de sacrificio y “resistencia” cuando se vive rodeado de comodidades? Sus declaraciones en Miami parecieron más un intento calculado de mostrarse humilde y cercano al pueblo, justo en un momento en que ese discurso puede abrirle puertas en el extranjero.
Pero la gente no es ingenua. En un país donde millones tienen que cocinar con leña porque no hay corriente, o caminar kilómetros porque el transporte público es un desastre, escuchar a un actor que vive entre negocios propios y lujos hablar de “solidaridad” suena a burla.
Este episodio refleja un fenómeno muy común en Cuba: el doble discurso de quienes viven del sistema, dicen sufrir como el pueblo, pero disfrutan privilegios que ese mismo pueblo jamás podrá alcanzar.
Al final, en la Cuba del apagón y la libreta, la sinceridad es un lujo más caro que cualquier planta eléctrica. Y las lágrimas frente a las cámaras, por sí solas, no alumbran la verdad.