Uno de los fugados es Ángel Luis Torres Santana, un hombre con un expediente tan largo como una cola en la bodega. Condenado a 28 años de cárcel por asesinato, amenazas, desacato y hasta una evasión anterior, debía permanecer tras las rejas hasta 2037. Sin domicilio fijo, lo ubicaban más bien entre las calles de La Habana Vieja, siempre vinculado a ambientes delictivos.
El otro prófugo responde al nombre de Idalberto Pérez Olivera, más conocido como “Basurita”. Su historial tampoco se queda corto: asesinato, robo con fuerza, lesiones y posesión ilegal de armas. Lo condenaron a 16 años y medio, con salida prevista para 2035. Según los registros oficiales, residía en el Batey Grúa Nueva, en el municipio Primero de Enero.
La dictadura, con su tono de urgencia, lanzó un llamado a la población para que “coopere” brindando información sobre el paradero de los prófugos. Incluso habilitaron números telefónicos, pero la gente sabe bien que estos operativos se mueven más por la represión que por la protección real de los ciudadanos. No es casual que el propio gobierno reconozca que se trata de individuos extremadamente peligrosos, advirtiendo que nadie intente enfrentarlos.
La pregunta que muchos se hacen es cómo, en un sistema donde supuestamente todo está bajo vigilancia férrea, dos asesinos logran escaparse sin dejar rastro. El suceso no solo refleja el deterioro de las cárceles cubanas, sino también la fragilidad de un régimen que vive repitiendo consignas de “seguridad” mientras la realidad desmiente su discurso.
Al final, la población avileña queda en medio del miedo y la desconfianza, atrapada entre criminales sueltos y un Estado incapaz de garantizar lo que tanto predica: el orden social. Porque en Cuba, la inseguridad no solo está en las calles, también se cocina dentro de las prisiones del propio régimen.