En Santiago de Cuba se dio una de esas escenas que parten el alma: un exalumno se topó con su viejo profesor de química, pero no en un aula ni en un recuerdo bonito, sino tirado en la calle, sin techo, sin familia y con la soledad como única compañera.
El activista Yasser Sosa Tamayo contó en sus redes que pasada la medianoche encontró a Manuel, un hombre de 79 años, durmiendo en el corredor de una peluquería, con sus pocas pertenencias apretadas contra el pecho como si fueran su último tesoro. No era un extraño: era el maestro que en su juventud le había enseñado que la materia nunca se destruye, solo se transforma.
Ese mismo hombre que un día formó a generaciones ahora esperaba cobrar su mísera pensión al día siguiente, pero llevaba días con hambre. Sosa no se quedó de brazos cruzados: le compró comida y lo vio devorarla como quien vuelve a respirar después de mucho tiempo, y además le puso dinero en las manos para que no volviera a la calle con las manos vacías.
La historia detrás es igual de dura. Manuel perdió a su esposa y a su hijo en un accidente, y desde entonces camina sin rumbo, sin hogar y sin compañía. “La soledad es lo único que lo acompaña, y nadie carga ese peso con él”, escribió el activista, que se preguntó con dolor: “¿En qué sociedad un maestro termina tirado en la calle, olvidado por todos, mientras quienes deberían protegerlo miran hacia otro lado?”
Las palabras se quedan cortas, pero el propio Sosa llamó a no dejar que la indiferencia borre estas realidades. “Hoy lo vimos nosotros… mañana puede ser cualquiera. No dejemos que el silencio los devore”, dijo, recordando que en Cuba el abandono de los ancianos se ha vuelto pan de cada día.
El testimonio corrió como pólvora y generó indignación, porque no es solo la tragedia de un hombre: es la radiografía de un país donde incluso los maestros, los que formaron el futuro, terminan desechados como si no valieran nada.
La historia del profesor Manuel no es aislada. En toda Cuba abundan los educadores jubilados sobreviviendo en condiciones miserables. Están los que venden bolsas recicladas en una esquina, los que recogen latas para comprar un pedazo de pan, o los que gastan su pensión entera en un solo producto y después no saben de qué van a vivir el resto del mes. Trabajar toda la vida en la isla no garantiza una vejez digna.
El régimen presume de “aumentos” en las pensiones, pero la realidad es un insulto: menos de 4,000 pesos, que no alcanzan ni para un cartón de huevos o una botella de aceite. Mientras tanto, los asilos estatales están en ruinas o colapsados, y las políticas públicas brillan por su ausencia.
La vejez en Cuba se ha convertido en un castigo. Quienes un día levantaron aulas, compusieron canciones o escribieron en pizarras hoy son ignorados, reducidos a depender de la caridad. Y lo más doloroso es que este abandono no es una excepción, sino la norma en un país donde el régimen ha dejado a la deriva la dignidad de sus maestros y de sus mayores.