El gobernante Miguel Díaz-Canel aterrizó en Shenzhen para reunirse con más de 70 empresarios chinos, a quienes les abrió de par en par las puertas de Cuba. Prometió oportunidades, inversiones y negocios en sectores estratégicos. Pero, como siempre, ese discurso excluye al pueblo cubano, que sigue sin poder invertir ni competir en igualdad de condiciones dentro de su propia tierra.
El oficialismo vendió el encuentro como un “avance en las relaciones empresariales bilaterales”. En realidad, lo que hizo Díaz-Canel fue ofrecer la isla como terreno de negocios para el capital extranjero, mientras en Cuba la gente sobrevive con apagones, inflación y hospitales en ruinas.
En su intervención, repitió el viejo cuento de la “comunidad de futuro compartido”, un eslogan vacío que contrasta con la realidad: los cubanos de a pie siguen siendo marginados del entramado económico que, paradójicamente, financian con su sudor.
Junto a él viajaba la comitiva de siempre: el canciller Bruno Rodríguez, el ministro de Energía Vicente de la O Levy, la ministra de Comunicaciones Mayra Arevich y la presidenta del Banco Central Juana Lilia Delgado. Todos encargados de ponerle la alfombra roja a los inversionistas extranjeros, mientras se les niega a los nacionales la posibilidad de prosperar sin la sombra del Partido Comunista encima.
El ministro de Comercio Exterior, Oscar Pérez-Oliva Fraga, remató el show repitiendo que Cuba tiene “las puertas abiertas” para el capital extranjero, confirmando lo que todos saben: esas puertas están cerradas para los propios cubanos.
La gira, que incluyó un desfile militar en Beijing junto a Xi Jinping, sirvió para firmar varios acuerdos que van desde la agricultura hasta la inteligencia artificial. Según el régimen, se trata de una “alianza productiva”. En la práctica, no es más que otro capítulo de la dependencia cubana hacia potencias extranjeras, esta vez bajo el paraguas de la llamada “Ruta de la Seda”.
El régimen incluso ratificó su apoyo incondicional a la política de Beijing sobre Taiwán, Hong Kong y Xinjiang, alineándose con un gobierno acusado internacionalmente por violaciones sistemáticas de derechos humanos. Otra muestra de cómo La Habana cambia soberanía por favores políticos y económicos.
Los ejemplos sobran. Con Vietnam se pactó sembrar miles de hectáreas en Artemisa y Pinar del Río, pero gran parte de esa producción no llegará jamás a la mesa del cubano, sino que estará destinada al mercado internacional. Para colmo, las mismas empresas extranjeras que el régimen invita a invertir se quejan de que no pueden sacar su propio dinero de los bancos cubanos, donde el Estado les congela los fondos sin explicación.
Con Rusia, el guion es similar. El propio Boris Titov admitió en La Habana que a las compañías rusas se les ofreció usufructuar tierras cubanas por 30 años, un privilegio que nunca se le concedería a un emprendedor de la isla.
Al final, lo que queda claro es que el castrismo se desvive por complacer a inversores extranjeros mientras sigue pisoteando los derechos económicos de su propio pueblo. En vez de darles espacio a los cubanos para levantar el país, prefieren hipotecar la isla pedazo a pedazo.