Matanzas está en crisis sanitaria. En varios municipios de esa provincia cientos de personas llevan semanas enfrentando una enfermedad de origen desconocido que ha desatado la alarma popular. Los síntomas son demoledores: fiebre que roza los 40 grados, dolores insoportables en las articulaciones, hinchazón, erupciones en la piel y jaquecas que tumban a cualquiera.
Los hospitales locales no dan abasto. Las salas están colapsadas y los médicos, sin recursos ni medicamentos, apenas pueden hacer algo. Vecinos denuncian que, en lugar de recibir una atención real, muchos pacientes son mandados de vuelta a sus casas con la excusa de que “es un virus de siete días”. Ni estudios, ni diagnóstico serio, ni respuestas concretas.
La incertidumbre crece porque nadie sabe realmente qué está pasando. Lo único claro es el sufrimiento de quienes lo padecen. Algunos aseguran que los dolores son tan fuertes que no pueden ni vestirse o caminar. La enfermedad, hasta ahora, sigue siendo un misterio, y el silencio oficial empeora la angustia.
Las memorias del dengue y el zika vuelven a la mente de todos. En aquellos brotes, el régimen actuó tarde, ocultó información y trató de minimizar la gravedad, mientras la gente se contagiaba sin freno. Hoy, en Matanzas, los testimonios hablan de miles de casos, pero el gobierno vuelve a callar.
Y lo más preocupante: en medio de hospitales sin medicinas, sin recursos y sin preparación, la población está completamente desprotegida. La enfermedad corre sin control, y las autoridades, en vez de dar la cara, se esconden detrás del silencio, como si tapando la noticia fueran a detener el dolor de la gente.