El primer secretario del Partido Comunista en Las Tunas, Osbel Lorenzo Rodríguez, salió en televisión para dejar bien claro que los escándalos de corrupción solo se informarán cuando al régimen le convenga. En su intervención, lejos de reconocer la magnitud del problema, se dedicó a descalificar las críticas de la ciudadanía y de periodistas —incluso de medios oficiales— que han cuestionado la gestión del Partido y el gobierno en esa provincia.
El funcionario repitió el viejo libreto: “la información llegará a su debido tiempo”, excusándose en la presunción de inocencia y el debido proceso. Pero detrás de esas palabras se esconde la misma estrategia de siempre: ocultar la podredumbre hasta que ya no quede otra opción que reconocerla. Y mientras tanto, quienes denuncian en redes sociales quedan señalados como enemigos.
En tono de advertencia, Lorenzo dijo que la gente tiene derecho a expresar inconformidades, pero con la condición de que no dañen la “dignidad de las personas” ni la propiedad. Es decir, permiten criticar, pero solo bajo las reglas que dicta el Partido, dejando claro que la libertad de expresión en Cuba sigue siendo una quimera.
El malestar, sin embargo, viene de arriba también. En abril, durante una visita a Jobabo y Colombia, el propio Miguel Díaz-Canel reconoció que la provincia arrastra problemas sociales y económicos graves. Entre ellos, la creciente corrupción en los vínculos entre empresas estatales y actores privados, un sector que el régimen decía promover como complemento económico, pero que hoy está en el ojo del huracán por irregularidades y desvío de recursos.
En Puerto Padre, por ejemplo, la exintendenta Maricela Alonso Ojeda fue condenada a siete años de cárcel por malversación. Junto a ella cayó también Mario Quirino Infante Sosa, exadministrador del Palacio de Pioneros, con seis años de prisión. Pero la lista de nombres no se queda ahí: otras figuras del Partido y del Poder Popular en el municipio fueron señaladas en la investigación por robo de combustible, falsificación de documentos, desvío de productos estatales hacia mipymes y hasta reventa ilegal.
Aunque estas sanciones se presentaron como ejemplo de rigor, para la mayoría de los cubanos no pasan de ser castigos simbólicos que no atacan la raíz del problema: un sistema podrido que genera corrupción desde arriba hasta abajo.
El escándalo obligó a mover piezas. En marzo fue destituido Walter Simón Noris, quien llevaba menos de un año como primer secretario del PCC en Las Tunas. Oficialmente no se dieron explicaciones, lo que alimenta más la desconfianza. Y como si fuera poco, el caso de la leche adulterada con agua para niños de cero a siete años terminó de desatar la indignación. El Partido prometió medidas drásticas, pero hasta hoy no se sabe nada concreto, ni sobre los culpables ni sobre cómo garantizar que algo así no vuelva a ocurrir.
La desconfianza crece en las redes sociales. La gente no se queda callada porque ya está cansada de la manipulación y del secretismo oficial. Todo esto ocurre mientras sigue en el aire el mayor caso de corrupción en décadas: la caída del exministro de Economía, Alejandro Gil Fernández. Gil fue separado de su cargo por “graves errores” en su gestión, pero el régimen mantiene el proceso bajo un manto de silencio. Y no es para menos: el hombre estuvo al frente de decisiones tan polémicas como la bancarización, el control de las remesas y el desastroso ordenamiento monetario.
Hoy, con Gil fuera del radar y los demás casos manejados con cuentagotas, el mensaje es claro: la corrupción en Cuba no es un desvío, es parte estructural del sistema. Y mientras el Partido se empeña en controlar lo que se dice, el pueblo va perdiendo la poca confianza que le quedaba en sus dirigentes.