En Matanzas, lo que durante meses fue un murmullo entre vecinos y calles calientes se ha vuelto realidad: el famoso “eso que anda” ya tiene nombre oficial. Los médicos hablan de chikungunya, dengue y Oropouche, y hasta de una especie de “combo viral” que mezcla los tres, una especie de triple amenaza que llega sin aviso y sin disco de vinilo que lo acompañe.
La circulación mixta de estas arbovirosis ha puesto en evidencia lo que muchos venían denunciando: un sistema sanitario que llega tarde, con recursos insuficientes y obstáculos constantes. La escasez de agua, los apagones interminables y la acumulación de basura crean un caldo de cultivo perfecto para los mosquitos, mientras la población sufre y clama por respuestas reales.
Yirmara Torres Hernández, expresidenta de la UPEC en Matanzas, denunció en redes sociales que los casos no paran de crecer. Tras 20 días con fiebre, dolor y agotamiento, Yirmara alertó sobre la falta de electricidad —“24 horas sin luz”— que complica la vida de profesores, alumnos y familias enteras. “No hay necesidad de que sigan enfermando las personas en las calles”, escribió, reflejando la impotencia de quienes ven que el Estado no garantiza condiciones básicas para la salud.
La información oficial y los testimonios ciudadanos no cuadran. Mientras el CDC advierte a los estadounidenses de nivel 2 de alerta para chikungunya en Cuba, y la OPS/PAHO reporta brotes de dengue y Oropouche, la realidad de Matanzas y provincias limítrofes como Villa Clara, Sancti Spíritus y Cienfuegos demuestra una brecha preocupante entre los datos oficiales y lo que la gente realmente sufre.
Las autoridades han desplegado algunas unidades móviles de pesquisa y jornadas de fumigación, incluso nocturnas, pero los recursos son limitados: insecticidas escasos, camiones que no alcanzan y personal sobrecargado. En muchos barrios, los mosquitos siguen libres mientras los apagones impiden ventilar casas, conservar alimentos o hervir agua para preparar remedios caseros. La combinación de calor, mosquitos y cortes de luz es una tormenta perfecta que el sistema de salud no logra controlar.
Historias como la de “Pepito”, en Bauta, ilustran la gravedad del problema: cinco veces con dengue este año, otras tantas con Oropouche y varias más con chikungunya, sin agua suficiente para hidratarse y con familiares improvisando soluciones. Mientras tanto, en Ciego de Ávila, los hospitales saturan con pacientes febriles, hemorragias y dolor intenso, y las salas de urgencia colapsan ante la falta de antibióticos y analgésicos. La tensión crece, y en redes sociales la población cuestiona: “¿Y nosotros qué hacemos mientras en otros lados se preocupan por Palestina?”, pregunta una internauta citando a la activista Irma Broek.
El “eso que anda” ya no es rumor: es una advertencia de que la epidemia cruza fronteras, expone vulnerabilidades y demuestra el abandono de un sistema que promete pero no cumple. La población exige acciones urgentes: fumigación efectiva, campañas puerta a puerta, insumos suficientes y datos reales. Mientras tanto, Yirmara y miles de cubanos sufren sin nombre preciso para su enfermedad, sin ventilador o electricidad, sin consulta cuando duele y sin certeza de qué les espera mañana. Si el Estado no actúa rápido, esta epidemia dejará más que fiebre: debilitará socialmente a la comunidad y sembrará miedo en cada barrio que toque.