Si a Miguel Díaz-Canel le quemó que lo llamen “puesto a dedo”, el tropezón de este fin de semana —cuando buena parte de sus propios cuadros ni salió a la “jornada de higienización”— debió sentarle peor que un guayabo. En un video se le ve contrariado, mandando recados y llamando a cuentas a quienes no se presentaron a barrer lo que su gobierno no supo recoger durante meses. El gesto presidencial de posar con la escoba en el Palacio debió quedar para la foto; la realidad fue otra: muchos dirigentes se quedaron en casa y dejaron que la basura siga siendo el testigo mudo de la gestión.
La escena fue un portazo simbólico: los mismos cuadros que viven de la retórica y las mesas redondas no estaban dispuestos a sudar por las soluciones. Y no es para menos: cuando la responsabilidad real implica mover recursos, pagar combustible, contratar servicios o hacer obras de mantenimiento, resulta que las prioridades son otras. Para la tribuna y la cámara siempre hay tiempo; para el trabajo efectivo, pocas ganas.
Queda claro el doble estándar: la ceremonia del “trabajo voluntario” sirve para la propaganda, pero no para resolver el desastre acumulado. Mientras Díaz-Canel regañaba, las caras que lo escuchaban mostraban cansancio, ironía y una desconexión que resulta ofensiva cuando la población sufre apagones, falta de agua y brotes sanitarios. Que los cuadros se planten y no salgan a limpiar es, en el fondo, una confesión: no creen que las órdenes vengan a mejorar nada.
Más grave aún es la propuesta que salió de quienes mantienen la cantaleta oficial: que sean los empleados, los maestros, los médicos y los vecinos los que se hagan cargo de lo que el Estado no puede o no quiere solucionar. Es de una desfachatez brutal sugerir que quienes ya están hasta la coronilla de jornadas interminables deban añadir horas extras para tapar la ineficiencia de una gestión que no invierte ni planifica. Que la solución sea pedirle al pueblo que haga el trabajo del gobierno es, en sí misma, un síntoma del colapso institucional.
Hubo intentos fallidos de colaboración entre lo estatal y lo privado que ilustran el punto. El experimento en Cerro, donde se entregó la recogida de basura a una empresa local, se quedó en promesa; lo que debía escalar se diluyó por falta de voluntad, recursos o coherencia política. El régimen abre la mano cuando hay dinero fácil de por medio —turismo, inversiones extranjeras— pero cierra filas cuando la obra requiere gestión cotidiana y transparencia. Esa doble moral es la que mantiene a la ciudad en ruinas: rascacielos para turistas y esquinas hechas basureros.
Si el problema es que “no hay dinero” o “falta combustible”, que entonces se pongan manos a la obra quienes mantienen flotas y privilegios: las Fuerzas Armadas. Tienen camiones, combustible y personal —todos pagados por el erario— y llevan años sin rendir cuentas por el uso que se les da. Que los militares salgan a recoger basura no es una idea bonita; es exigir coherencia: si el Estado dispone recursos públicos para sostener un aparato que no produce bienestar, entonces que esos recursos se apliquen a limpiar la ciudad y no a mantener apariencias.
Mientras tanto, la puesta en escena del gobernante barriendo hojas al lado de la “no primera dama” y ministros resulta cada vez más absurda. Las campañas mediáticas no tapan el olor del abandono. La ciudadanía no necesita más fotos; necesita un plan sostenible, camiones que funcionen, rutas de recolección constantes, transparencia sobre el uso del presupuesto y responsabilidad real de quienes gobiernan.
Que los cuadros se hayan mostrado reacios a salir a la calle no es solo una falta de disciplina: es la evidencia de una elite burocrática que ya no se siente obligada a dar ejemplo. Y eso hiere la confianza social. Si el régimen pretende que el pueblo se implique, lo mínimo sería empezar por asumir sus propias fallas, dejar de apuntar con el dedo al ciudadano y dejar de creer que la foto con la escoba sustituye a la política pública. La limpieza exige planificación, recursos y voluntad política; no meras escenas para la cámara.