Desde el Hospital Pediátrico William Soler, en el municipio de Boyeros, llega otro grito de desesperación que desnuda la profunda crisis del sistema de salud cubano. Lo que antes el régimen presentaba como “el orgullo de la Revolución”, hoy no es más que una sombra de lo que fue.
La escena dentro del hospital es caótica y dolorosa. Decenas de padres aguardan durante horas con sus hijos enfermos en brazos, mientras apenas dos médicos intentan hacer milagros para atender la avalancha de pacientes. Muchos niños presentan fiebre alta, vómitos, diarreas y dolores musculares, síntomas que se han vuelto comunes en medio del deterioro sanitario que azota a toda La Habana.
El problema no se limita a la falta de personal. Las condiciones higiénicas del centro son alarmantes. Los baños están en estado deplorable, el olor es insoportable y los pasillos acumulan suciedad. Los familiares denuncian que el ambiente resulta insalubre y peligroso para los propios niños, que deberían estar allí para recuperarse, no para enfermarse más.
Este panorama refleja lo que todos los cubanos saben y el régimen se empeña en ocultar: la salud pública en Cuba está completamente colapsada. Los hospitales, sin recursos ni personal suficiente, se han convertido en lugares donde reina la improvisación, el abandono y la desesperanza.
Mientras el Gobierno sigue exportando médicos y propaganda, los niños cubanos padecen la negligencia de un sistema podrido por la corrupción y la ineficiencia. El William Soler, que alguna vez fue símbolo de prestigio médico, hoy es el retrato fiel de un país enfermo… pero no solo de virus, sino de un régimen que ha dejado morir su propio pueblo.







