Si alguna vez te preguntaste cómo se fabrican los ataúdes en Cuba, prepárate porque la realidad es mucho más cruda, humana y, por qué no, admirable de lo que parece. En pleno caos de insumos, escasez y transporte que nunca llega, un grupo de trabajadores habaneros se levanta cada día para hacer un trabajo que casi nadie quiere asumir, pero que todos necesitamos en algún momento: construir la última casa de los seres queridos.
Desde La Habana, este colectivo de carpinteros y tapiceros explica que su labor es un oficio “de máxima sensibilidad”. Ellos mismos lo describen así porque, aunque trabajen con madera, telas y tachuelas, en el fondo están lidiando con el dolor ajeno. Lo hacen con el mayor cariño posible, incluso cuando los materiales brillan más por su ausencia que por su calidad.
En un reciente reporte de Canal Habana, los trabajadores contaron que su meta es bien sencilla: que la familia reciba una caja “con buena presencia” en un momento tan duro. Pero no siempre lo logran. A veces las cajas no llegan completas, a veces se rompen por el camino, y ellos sufren esos fallos como si les doliera en la piel. No es solo un mueble: es el último gesto hacia alguien que se va.
Los operarios dicen que cada ataúd se hace pensando en la persona que lo ocupará y en quienes tendrán que despedirla. Una familia que pierde a un ser querido no debería encontrarse con algo “horroroso a la vista”, como ellos mismos reconocen. Por eso, aunque les falte medio taller, siempre ponen lo mejor del empeño. Literalmente trabajan con lo que haya, pero intentan que se vea digno.
Las jornadas son largas y, como ellos mismos dicen, “la muerte no entiende de días”. El taller casi no descansa, porque la necesidad nunca se detiene. Entre cortar, forrar, clavar, lijar y resolver, el día se les va sin que se den cuenta.
Las limitaciones, claro, mandan. Y mandan duro. La calidad del acabado, el forro interior, el acolchado y hasta la presencia visual dependen de materiales que casi nunca hay. Tachuelas, telas resistentes, esponjas, guata… todo escasea. Sin eso, lograr que un ataúd quede bonito y cómodo es casi una proeza.
“Ojalá pudiéramos hacerlas mejor”, confiesan. Y lo dicen sin pena, solo con frustración. La intención está, la experiencia también, pero falta casi todo lo demás. Ellos saben que con insumos decentes podrían entregar una caja mucho más presentable, más duradera, más respetuosa.
Y no es solo fabricar. La distribución es otro dolor de cabeza. Reciben reportes de ataúdes que se rompen en el camino o llegan golpeados al destino. Cada vez que eso pasa, el taller entero lo siente como una derrota. “Es un bien para despedir a un ser querido”, recuerdan, y les duele que la familia reciba algo deteriorado.
Aun así, siguen adelante. Ese tipo de tropiezos solo refuerza su compromiso. Cada etapa del proceso importa. Cada clavo importa. Cada tela importa. El acabado, aunque humilde, tiene que ser lo mejor posible dentro de la escasez.
El equipo lo resume con una frase que te deja pensando: es un trabajo que casi nadie quiere, pero que exige la mayor sensibilidad, porque está ahí para acompañar a las familias en pérdidas irreparables. Y, dentro de todo, cada joven del taller sabe que detrás de cada caja hay una historia de amor, de duelo y de despedida. Su misión es que, incluso con la crisis encima, el resultado sea digno.
La escasez de ataúdes, claro, termina generando retrasos, tiempos de espera absurdos y dolores adicionales para las familias. A esto se suman fallas en los servicios funerarios: ataúdes de mala calidad, carros fúnebres que no funcionan, funerarias deterioradas y cementerios que dan pena. Sin transporte adecuado, hay familias que incluso tienen que buscar soluciones improvisadas para mover a sus fallecidos.
En fin, que detrás de cada caja hay mucho más de lo que imaginamos. Hay escasez, sí, pero también una cuota enorme de humanidad.










